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Ni la lluvia pudo con él. Tenía que venir a Madrid a hablar de su libro. Eso es, ni más ni menos, “Rough And Rowdy Ways World Wide Tour”: se toca el disco de cabo a rabo. A la postre, es lo que mejor funciona de un repertorio calcado al de sus recientísimos conciertos en Portugal, que salpica con cinco relecturas de las incluidas en su recién estrenado disco –y película– “Shadow Kingdom”, más una versión que podría estar –aunque no esté– entre las que desgrana en su libro “Filosofía de la canción moderna” y dos temazos de su (ya parece que no tan) denostada etapa cristiana.
Me meo de la risa: Bob Dylan sigue haciendo lo que le da la gana. Lo digo ya: ni Dios conoce a Bob Dylan. Especulamos, si acaso. Pero si en algo es experto, es en desaparecer tras su mito. Pocos han sabido construirlo y alimentarlo como él. Aunque ya no se parapeta tras su piano o, como en su concierto de Rock In Rio 2008, bajo un absurdo sombrero de ala ancha. Dylan es un desconocido, sí: la sombra de un espectro. Y ese misterio lo engrandece, para bien y para mal. 82 años. Pero, a diferencia de “esos chicos malos británicos, The Rolling Stones” a los que cita en la letra de “I Contain Multitudes” –la primera de “Rough And Rowdy Ways” (2020) que cae en el concierto: hermosa, suelta y fluida, con una dicción desacostumbradamente clara y rotunda para Dylan–, ni vive de las rentas, ni toca los éxitos, ni se olvida de su trabajo más reciente. Es más: es el protagonista indudable.
Primero de los dos conciertos de Bob Dylan en el festival Noches del Botánico (hoy será el segundo). Todo el papel (caro) vendido. Público talludito y algo frío, que aplaude cuando reconoce el estribillo y se va a por bebercio entre canción y canción. O lo intenta, porque no hay tregua en el escenario. Hora y tres cuartos de blues vetusto y aledaños con una exquisita pátina de humo y nostalgia. Para bien y para mal: se me atraganta la parte final, cuando se confunden unas canciones con otras. Al fin y al cabo, un concierto de esta gira te resultará tan repetitivo o disfrutón como te resulte “Rough And Rowdy Ways”. A mí el disco me entró regulín, pero creo que lo había escuchado mal. Al recuperarlo antes del concierto, me di cuenta de que es un álbum ambiental y minimalista –por aquello de que se crea una atmósfera estable– en el que Dylan saca a pasear el Nobel: las letras son de una altura lírica inconmensurable, y a través de ellas lo vemos instalado en una mezcla entre nostalgia, despedida y reafirmación agresiva. A veces es casi, casi un gangsta.
Y mientras, en el escenario, hay ocasiones en las que los seis músicos parecen estar ensayando una improvisación en pleno concierto: “(Most Likely You Go Your Way (And I’ll Go Mine)” empieza mal y acaba en catástrofe; Dylan naufraga con su piano en “Reaching Out Somewhere”. Pero en otras tocan cielo: me quedo con el éxtasis electrizante de “Gotta Serve Somebody”, la nostalgia envenenada de un Dylan (casi) vulnerable en “Key West (Philosopher Pirate)”, el soul-blues exquisito de “Black Rider” y el ajustadísimo y relajado rock’n’roll primigenio con el que han vestido mi canción favorita de “Rough And Rowdy Ways”, un autorretrato (o no) llamado “False Prophet”: “No me conoces, querida / ni siquiera te lo imaginas / No me parezco en nada a lo que mi espectral aspecto podría sugerir / No soy un falso profeta / solo dije lo que dije”. Aplausos.
¿Y la banda? Creando atmósferas en las que Dylan se siente cómodo en gran parte de su producción del siglo XXI. Me quedo fascinado con el distorsionado punteo de Doug Lancio en “Crossing The Rubicon” y con el delicado trabajo del nuevo batería Jerry Pentecost en “I’ll Be Your Baby Tonight”. O cuando el violín del multinstrumentista Donny Herron –pieza fundamental en “Rough And Rowdy Ways”– y el contrabajo del gran Tony Garnier –compinche de Bob desde 1989– han llevado el peso cromático en “When I Paint My Masterpiece” –deliciosa; juraría que he escuchado a Dylan reír levemente tras tropezar con una palabra– y “To Be Alone With You”. No he tenido más remedio que acordarme de Scarlet Rivera. Resulta que la estupenda violinista a la que, según dicen, Dylan encontró en la calle e invitó a tocar en “Desire” (1976) y la Rolling Thunder Revue anda haciendo caja estos días por España con su espectáculo “Scarlet Rivera sings Dylan”. Qué casualidad ¿no?
¡Ah! Al final me ha gustado lo del “concierto libre de móviles”. Sí, hombre, eso de que le pongan al cacharro una funda de neopreno imposible de abrir, de tal manera que no lo puedas usar para grabar ni hacer fotos. Me da que ahorra mucha tontería. Y mucho tonto a las tres también. ¿Se acuerdan de cuando hacíamos solo una cosa a la vez? Para ir terminando, hay que decir que Dylan está entre bastante y muy bien de voz. Que me ha hecho mucha gracia eso de levantarse para cantar y volverse a sentar en los (no muchos) pasajes instrumentales, todo sin moverse de su piano ¿Haciendo ejercicio? Me da la sensación de que a Bob le gusta tocarlo (el piano, digo) porque no lo controla del todo (ha habido unas cuantas cagaditas) y porque de paso nos toca un poco las narices. Debía estar de bastante buen humor, porque ha dicho “thank you” (¡dos veces!), ha presentado a la banda e incluso se ha adelantado a saludar con sus músicos (sin decir ni mu, eso sí) al final del concierto. Se le ve disfrutón. Lo digo en serio. Y más nos vale. Mucho me temo que este “Neverending Dylan”, el día que se baje del escenario, palma. Y ese día lloraremos. ∎