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Shabaka Hutchings al frente de The Comet Is Coming. Foto: Sharon López
Shabaka Hutchings al frente de The Comet Is Coming. Foto: Sharon López

Festival

Primavera a la Ciutat (30 de mayo): pícnic caleidoscópico

La segunda jornada del ciclo de conciertos en salas de Primavera Sound Barcelona cristalizó anoche en un pinturero caleidoscopio sonoro y estilístico en el que giraron propuestas de corte clásico y ejercicios musicales emparentados por vía directa con la aventura. Artistas experimentados, otros recién llegados, proyectos paralelos con enjundia e incluso divertimentos con marchamo hollywoodiense alumbraron la noche de la Ciudad Condal, con una oferta sin duda estimulante, donde también oficiaron, entre otros, Just Mustard y Far Caspian.

31. 05. 2023

Black Country, New Road

Ni el sonido relativamente enlatado de la sala 1 de Razzmatazz –que embotó algunas de las cimas más intensas del concierto– ni el bullicio (colectivamente reprendido) de un sector del público –que contaminó algunos de sus momentos más delicados– lograron hundir el elegante navío de composición detallista de Black Country, New Road. Repasaron la mayor parte del repertorio de “Live At Bush Hall” (2023) con un set muy parecido al de su paso por el festival el año anterior, pero con una diferencia: en esta ocasión no eran temas desconocidos, sino nuevos clásicos ya coreados en masa. Entre el inicio perfecto con la enérgica “Up Song” y el cierre natural con “Dancers”, volvieron a demostrar su magia a la hora de convertir cancioncillas aparentemente inofensivas de folk-chamber pop en pequeñas odiseas musicales con la medida justa de experimentación: dejes de post-rock, avant-prog y barroquismo. Especialmente memorables fueron las interpretaciones de “Across The Pond Friend”, con los crescendos vocales de un sentido Lewis Evans al micrófono; la épica “Turbines/Pigs”, el emotivo tour de force de la pianista May Kershaw, y “Horses”, un tema de nueva hornada capitaneado por Georgia Ellery –cambiando el violín por la mandolina– y estructuralmente inventivo que brindó los momentos más marchosos y rítmicamente aventureros del bolo. Y para aligerar el ambiente tras el exigente recital, decidieron despedir al público reproduciendo a todo volumen el himno del Barça. A ver qué se les ocurre en Madrid. Xavier Gaillard

Black Country, New Road: Georgia Ellery en plena odisea musical. Foto: Sharon López
Black Country, New Road: Georgia Ellery en plena odisea musical. Foto: Sharon López

Blondshell

Pudiera parecer un concierto heredero del rock slacker noventero, con esas guitarras rugosas y una intención ruidosa, pero Blondshell –a su paso por la sala 2 de Razzmatazz– sabe alejarse a tiempo de la etiqueta y hacerle guiños constantes a la manera de entender el rock angelino de Miley Cyrus, tan amigo de fórmulas británicas con éxito comprobado en Estados Unidos como Fleetwood Mac o The Cranberries. Jugando a los contrastes, unas baladas ásperas –por momentos con aspiraciones shoegazing y que recurren siempre a la textura de los noventa– se oponen hasta encontrar un balance casi perfecto a melodías más expansivas propias de bandas de los primeros dosmiles, como Paramore, revelándose así como un grupo, un proyecto, con aspiraciones masivas, en la línea de los Wolf Alice de Ellie Rowsell. Algo mal medido fue el reparto de pesos en el repertorio, deslumbrando de primeras con temas como “Veronica Mars” y dejando para el final un aterrizaje que siguió a un ecuador mucho más oscuro. Canciones como “Sober Together” y “Joiner” sobresalieron entre el conjunto por proponer lugares que se sienten algo más genuinos y personales, más allá de la réplica nostálgica de esos arañazos indie-rock con ánimo reconfortante que siempre dejan un poco de marca. Diego Rubio

Blondshell: Sabrina Teitelbaum volviendo a los noventa. Foto: Sharon López
Blondshell: Sabrina Teitelbaum volviendo a los noventa. Foto: Sharon López

Cabiria

Algo no acabó de cuajar en el set de la barcelonesa en Razzmatazz 1, que vino acompañada para la ocasión de tres músicos ataviados de pulcro blanco: quizá esos problemas técnicos de los que ella misma se hizo eco (capas de sonido enmarañadas y una voz medio sepultada en la afeada mezcla), quizá nerviosismo o falta de ensayo con este formato de banda o quizá una desafortunada colocación horaria. A pesar de ello, hubo destellos de brillantez synthpop gracias a lo pegadizo de temas como “Gelato dell’inferno” y a una instrumentación en ocasiones idónea: sólidas líneas de bajo e irrupciones de saxo sabrosas-sórdidas. Xavier Gaillard

Cabiria: synthpop accidentado. Foto: Sharon López
Cabiria: synthpop accidentado. Foto: Sharon López

Glass Beams

Su formación en tridente clásico, compuesto por guitarra, bajo y batería, fue la única nota ortodoxa de los australianos Glass Beams en la sala Apolo. Por lo demás, su psicodelia salpimentada con especias orientales se desvía de lo concebido en estos tiempos de apremio y etiquetaje simple. Como si se trataran de unos Khruangbin en clave oriental, su música es como embarcarse en la ensoñación dulce proporcionada por una buena pipa de opio en alguna jaima de la antigua Persia. Sensación incrementada por las máscaras de lentejuelas con que ocultan sus rostros, el wah-wah y puntuales voces etéreas ininteligibles sobre mantras instrumentales de progresión magnética. Monocordes en espíritu aunque admirables en ejecución. Puede que nunca se hospeden en radios generalistas, pero con su discurrir desviado van sumando adeptos. Aquí uno nuevo. Marc Muñoz

Glass Beams: enigma australiano. Foto: Clara Orozco
Glass Beams: enigma australiano. Foto: Clara Orozco

julia amor

Júlia Coll, andorrana afincada en Barcelona y conocida en los lares artísticos como julia amor, abrió el telón de la sala principal del Apolo con su flamante nuevo álbum, “lo que pensé que era el amor” (2023), pegado a la frente. Un trabajo urdido a través de un synthpop de contrastes: baches anímicos y desilusiones amorosas expulsados mediante un pop electrónico dulzón con su punto bailable, cubierto de membranas sintéticas, como evidenció la instrumentación instalada sobre el escenario: tres teclados, sintes, caja de ritmos, batería con pad eléctrico y un bajo de presencia testimonial. Una propuesta que tejió complicidades con la estela de Chromatics. También la añorada Linda Mirada, en esa búsqueda de una nostalgia pacificadora, pareció resonar en algunos temas de un concierto que terminó por todo lo alto con “ya no lo siento”. Marc Muñoz

julia amor: delicada belleza. Foto: Clara Orozco
julia amor: delicada belleza. Foto: Clara Orozco

Las Robertas

El regreso a Barcelona cinco años después de Las Robertas, la hierática banda de la costarricense Mercedes Oller, se vio perjudicado por una excesiva saturación de sonido en Razzmatazz, una suerte de muro que por momentos amenazaba con erradicar las texturas de las composiciones y enterrar las voces shoegazing, dificultando la diferenciación entre temas y generando cierto entumecimiento. Sin embargo, en la segunda mitad remontó la cosa y se acabó subrayando la sorprendente contundencia en directo de esta nueva versión del proyecto, que con canciones nuevas como “Our Imperium” o “Awakening” se aleja progresivamente de las bases C86 y el garage de sus inicios para ingresar, sin abandonar del todo sus fuentes de ruidismo noventero, en terrenos más estrictamente psicodélicos. Especialmente entregado a las llamas del heavy-psych estuvo el guitarrista del grupo, un melenudo prácticamente salido de Pappo’s Blues que, vestido con florido chalequillo, regaló al público una ración de riffeo fino y un par de vibrantes solos. Xavier Gaillard

Mercedes Oller y Las Robertas: aromas psicodélicos costarricenses. Foto: Sharon López
Mercedes Oller y Las Robertas: aromas psicodélicos costarricenses. Foto: Sharon López

Melody’s Echo Chamber

La sala Apolo gozaba de una entrada óptima cuando se instaló la psicodelia suave de Melody Prochet y sus asociados. Melody’s Echo Chamber se presentó con su frontwoman junto a uno de los teclados, más dos guitarras –uno de ellos desempeñando también funciones frente a las teclas–, bajo y batería. Su propuesta arrancó en clave dream pop, impulsada por la voz de caramelo, que no melosa, de su líder y cantante, abriendo camino hacia el embrujo total que se concentraría en el tramo final del concierto. La primera parte del mismo quedó cubierta por esa lisergia tragaluz con la que es imposible sufrir un mal viaje, arrastrando al oyente más bien hacia el confort o incluso al bailoteo, preferencia de la lideresa cuando se despegó de sus labores vocales. Aunque el punto de inflexión lo generó “Crystallized”, ejecutada mediante una intensa jam de frenesí enmarañado con la que subieron la acidez de la velada. En otros temas escenificaron su afinidad sónica con Tame Impala: por algo han sido teloneros de los de Kevin Parker. El magnético circuito sonoro de los franceses emitió sus últimos destellos placenteros y magnéticos con la impepinable “I Follow You”, canción que podría haber firmado Victoria Legrand en un día de inspiración, para finalmente despedirse con los ramalazos psych-funk de “Cross My Heart”. Marc Muñoz

Melody’s Echo Chamber: caramelos psych-pop. Foto: Clara Orozco
Melody’s Echo Chamber: caramelos psych-pop. Foto: Clara Orozco

PUP

En Razzmatazz 1, tras el concierto de Cabiria, hubo cambio de tercio sónicamente radical con unos bien engrasados PUP, que ya en su arranque con la dupla “Morbid Stuff” y “Kids” tenían a media sala cantando y haciendo pogo y a algún que otro fan surfeando por encima de las cabezas. La fórmula compositiva de los canadienses –pop-punk de cadencias rabiosas, espíritu triunfal, melodismo exacerbado y cánticos y armonías vocales no siempre diferenciables– podría epatar en directo si no fuera por la ejecución precisa –tanto de las afiladas guitarras como de la sección rítmica– y extremadamente enérgica –brincos de sudor palpable sobre el escenario– que realizaron, así como por el buen rollo y los chascarrillos entre canciones, incluyendo un vitoreado aplauso para un asistente septuagenario. Mención aparte merece el bruto momento hardcore –con salto al público incluido– de “Old Wounds”, una vieja tralla que recuperaron improvisadamente mientras se reparaba un amplificador y que embruteció la dulzura contundente de la retahíla de hits, algunos de gancho indiscutible como “Waiting” o “Free At Last”. Xavier Gaillard

PUP: con gancho. Foto: Sharon López
PUP: con gancho. Foto: Sharon López

The Comet Is Coming

Los conciertos de The Comet is Coming, el apoteósico trío de cosmic jazz y electro afrobeat formado por Danalogue, Betamax y el saxo interdimensional de Shabaka Hutchings, son más un ritual incandescente, una psicótica y alucinada visión del fuego purificador. Puedes palpar el conflicto, sentir soplar en la nuca los vientos del apocalipsis, escuchar al saxofón emerger entre interferencias en la radio de un mundo en colapso, aullando pasto de las llamas. Luz, fuego. Destrucción. Un g-funk surrealista se funde en el desierto y gotean las manijas del reloj a un ritmo tan constante como irregular, como el que le sale natural a quien intenta emular de cabeza la precisión de un segundero. Se suceden las grandes fiebres pasadas –“Summon The Fire” y “Blood Of The Past”–, los mitos viajan en un abrir y cerrar de ojos de la creación a la debacle y hay momentos de tranquilidad, remansos de paz. Pero siempre se ven interrumpidos por la emergencia, por esos sintetizadores inquisitivos y devastadores que convocan su propio juicio final, tal y como demostraron en la sala 2 de Razzmatazz. Si el meteorito se acerca, que el fin del mundo te pille bailando, como decía Chavela. Ella y Shabaka seguro que se habrían entendido. Diego Rubio

The Comet Is Coming: apoteosis de jazz cósmico. Foto: Sharon López
The Comet Is Coming: apoteosis de jazz cósmico. Foto: Sharon López

The Waeve

Dicen Rose Elinor Dougall y Graham Coxon –famoso por su “proyecto paralelo”, con el que se subirá al escenario principal del Primavera Sound este jueves diez años después de la última vez– que formaron The Waeve, además de con el agua como elemento unificador, con la idea de recuperar y exaltar su “britanidad” en un contexto en el que sentir cualquier tipo de orgullo nacional significaba claudicar ante unos valores muy ajenos a los de cada uno. Y sí, hay una evidente rendición a la tradición del folk inglés, a esa Britannia bucólica y “canterburiana”, con recuerdos actualizados a artistas que van, de aquí a allá, desde Van Morrison a Belle And Sebastian o Young Marble Giants. Pero The Waeve, al final, son más como el flautista de Hamelín si en realidad fueran unos Joker y Harley Queen en madura reinserción, buscando su retirada al frente de una tournée de malabaristas endemoniados. Porque, sí, hay pasajes introspectivos y ambientes pastorales, pero también hay intensidad a lo Slowdive, experimentación en chiribitas a lo Talk Talk, minimal wave y hasta maquinarias motórikas a lo Stereolab. Y, en segundo plano, debatiéndose entre su inseparable guitarra, el saxo al que ha dado rienda suelta en esta aventura y la armónica un Coxon que no puede evitar ser quien es: un punk rural como era y sigue siendo con Blur. Ni accidentes técnicos ni horarios ajustados –tocaron en la sala 2 de Razzmatazz– pueden con este vendaval casi mitológico. Diego Rubio

The Waeve: el otro Graham Coxon. Foto: Sharon López
The Waeve: el otro Graham Coxon. Foto: Sharon López

yunè pinku

Es difícil transmitir, más allá de formalidades, lo bien que se lo pasa uno en un concierto. Estás más pendiente de disfrutar, seducido por embrujos como el de yunè pinku anoche en la 2 de Razzmatazz. Más aún cuando empiezas confirmando, prácticamente nada más repta el primer bajo, el enorme salto dado desde 2021 o, sin ir mucho más lejos, el último Primavera Weekender. El 2-step de dormitorio que servía para hilar –con sugerencia, con acierto– su discurso artístico, es hoy simplemente un aliciente sobre una paleta que es más aleación de techno –un techno etéreo, introspectivo, abstracto a veces– y progressive break –diluido este, estimulante, ascendente y evocador–. Brillan los temas de su último EP –“BABYLON IX”, candidatura desde ya, ahora que estamos con el electoralismo subido, a los mejores del año–, en los que la irlandesa de ascendencia malaya por momentos parece Grimes performando cantar para Bicep: saca músculo en “Sports”, se abandona a una elaborada fluidez en “Fai Fighter”. Y hacia el final, de pronto, vira hacia el house y se concentra en tejer melodía sobre melodía. Y a uno se le olvida de qué iba a escribir y se deja arrastrar a la inconsciencia de esa rave minimalista e hipnótica. Diego Rubio

yunè pinku: hipnosis electrónica. Foto: Sharon López
yunè pinku: hipnosis electrónica. Foto: Sharon López

Zopa

Se desconoce cuántos de los que ayer estuvieron arropando a Zopa en la sala Apolo acudían bajo el reclamo de presenciar un directo de Michael Imperioli, de recuerdo imborrable por su papel en “Los Soprano”. Su proyecto se intenta desacoplar del puro capricho de un actor reconocido. Pero no siempre consigue sepultar –pocas veces, de hecho– la sensación de estar ante el recreo personal de alguien con suficiente tiempo libre. Un revoltijo rock donde cabe shoegazing, art rock, alt-rock, hard rock, hardcore o punk rock, indie noventero como el de los Pixies o el rock sombrío de The Velvet Underground, con versiones incluidas de “Ocean” y “Heroin”. Ocurrencias dispersas que dan salida con bajo fibroso, guitarra estridente (la de Imperioli), contundente batería y unos armónicos del bajista que deberían replantearse. La sensación generalizada fue de mucho músculo para poco agarre y definición. Como si, preocupados en demostrar su validez sobre el escenario, se dejaran llevar por aspavientos gratuitos y olvidaran la brújula. Marc Muñoz

Zopa: el juguete rock de Michael Imperioli. Foto: Clara Orozco
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