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El aún atractivo John Dettman-Lytle, viejo compañero de habitación de David Freel (1958-2022) y componente de la banda en la época del álbum “…Well?” (1991), lo sustituyó de forma competente al micrófono y la guitarra acústica. No es el único músico original que participa en estos conciertos póstumos. Se suma invitado por el núcleo duro que forman actualmente Sean Kirkpatrick –presente durante los primeros cuatro álbumes de Swell, la era magna del grupo, retomando la batería y ejerciendo de solvente portavoz– y el bajista Monte Vallier, que duró un poco más. Kirkpatrick habla castellano con bastante soltura y tomó el micrófono justo antes de empezar la actuación para recordar con emotividad la historia “española” de Swell –fue alrededor del año 1990 en el País Vasco, de donde procedía un entusiasta grupo de fans presente en la sala, donde tocaron por primera vez– y la intención actual de la banda: quieren seguir tocando aunque, dicen, es probable que no vuelvan a interpretar las canciones de esta gira. Hacia el final del concierto, que contó con dos excelentes bises, Kirkpatrick exhibió, a mi juicio innecesariamente, una fotografía de su líder, quizás en un exceso de énfasis. En cualquier caso, el comportamiento de los cuatro músicos fue intachable y tuvieron detalles con el público español como alargar ligeramente la duración del concierto o regalar los pósteres de la gira desde su famélico puesto de merchandising.
Tocaron una veintena de temas, todos pertenecientes a los cuatro primeros álbumes de Swell, palabra inglesa que se puede traducir como “mar de fondo” y que transmite esa imagen romántica de ruptura con los estereotipos que caracterizó a esta banda de San Francisco. Ya saben, tierra de herejes como Grateful Dead, The Residents, Tuxedomoon, American Music Club o Sun Kil Moon, por mencionar solo a unos pocos. Kirkpatrick, Vallier, Dettman-Lytle –respetuosamente situado en un lateral del escenario durante todo el concierto– y Niko Wenner ejerciendo de Dettman-Lytle en su papel primigenio como guitarrista eléctrico y teclista de Swell, hicieron honor a un repertorio que todavía respira y brilla después de treinta años, a excepción de alguna fase un poco más monótona en la zona central de un concierto en el que destacaron la siempre hipnótica “Don’t Give”, el cubismo rock con conexión pixie de “Everything”, “What I Always Wanted” –última canción compuesta por Kirkpatrick y Freel, tras la que tres de los cuatro miembros rompieron a llorar– o “Sunshine, Everyday”. Con esta última, perteneciente al inconmensurable “Too Many Days Without Thinking” (1997), y que utilizaron para dar título a la gira, terminaron el set principal aportando un poco de positividad justo después de “Suicide Machine”. De ese disco tocaron apenas tres cortes, despidiéndose con uno de ellos, “Bridgette, You Love Me”, al parecer, la canción de amor favorita de Freel.
Fue una noche mágica de despedida que será difícil repetir salvo que los compañeros supervivientes del difunto líder, insustituible faro en la tormenta de Swell, detecten la persistencia de interés por esta música mágica encapsulada en el tiempo con su simplicidad de ritmos y apenas dos acordes. No es sencillo separar qué parte de ella es atemporal, que la tiene, y qué parte ha periclitado. Hay un porcentaje de autenticidad que se ha perdido irremisiblemente a pesar de que Dettman-Lytle cante mejor que Peter Hook haciendo de Ian Curtis. Tras su muerte, New Order tardaron mucho tiempo en sacar a su mítico cantante de paseo, por decirlo así. Los actuales Swell, cuyo sonido conserva la dulzura sonora de sus guitarras acústicas, marca inconfundible del proyecto, no solo corren el peligro de convertirse en una banda de autohomenaje, un poco como Echo & the Bunnymen aunque su principal compositor de canciones siga vivo, sino que son sospechosos de haber tardado apenas un año en obtener rendimiento mercantil, aunque sea pírrico, de la desaparición de su líder. Pero la sensación global es que ha valido la pena, aunque haya sido en modo placebo y con la probable desaprobación de un jefe ausente que les fue despachando uno a uno en el pasado. Porque lo único que empañó la emoción de la escena fue el insufrible ruido de una pequeña pero revoltosa facción de la audiencia –que en cómputo total no pasó de doscientas personas– más interesada en contarse batallitas de salón que en la gran actuación de cuatro músicos embargados por un sentimiento fúnebre, todo indica que sincero, y sin duda también de celebración. Posiblemente, el último triunfo de Freel. ∎