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La Casa Azul, Metronomy, Ladytron, La Élite o Carlangas han dado brillo entre el jueves y el sábado pasado a una edición de Tomavistas marcada, además de por el sofocante calor, por el ansiado regreso al Parque Enrique Tierno Galván de Madrid tras un conato de mudanza a IFEMA que sembró las dudas entre su público. También por un retroceso en la ambición de la programación, más centrada en la nostalgia, en la madurez y en nuestro nuevo talento (en ocasiones, como con Niña Polaca o La La Love You, no muy bien entendido). Replantar para volver a construir.
Gozándolo fuerte a los platos y sirviendo una divertida conversación entre el dembow y el trance que a veces encajaba con calzador, Brava se acercó con su sesión en el escenario 3 a esa conexión Miami-Londres que tantos buenos momentos está dando en las pistas de baile de todo el mundo, aunque por el horario pareciera que estaba amenizando la hora de la cena, justo antes de los conciertos principales, que montando una fiesta de verdad.
Fue el gran triunfador de la primera noche. Carlangas, acompañado por unos Mundo Prestigio rebautizados como Los Cubatas para esta nueva aventura, tumbó el escenario 2 con su tumbao, valga la redundancia, retomando el hilo exactamente donde lo dejaron Novedades Carminha: una verbena global que va de la cumbia al son y de la salsa al merengue vía Compostela, con escala en la bahía de Vigo y, de paso, en alguna rave. Sin renegar del propio pasado, presenta su estupendo debut en solitario mientras ofrece nuevas versiones de clásicos de Novedades Carminha, incluidas “Yo te quiero igual” en plan haitiano o una “Verbena” final con aires de mutant disco; recupera “Cariñito”, versiona a Nyno Vargas y hasta tira un mash-up de Technotronic (“Pump Up The Jam”), Modjo (“Lady (Hear Me Tonight)”), Gala (“Freed From Desire”) o los Pendulum, cuyo “Tarantula” sirve para conducir la línea de saxo que conduce un dub cannábico hasta esa fantasía de samplers y sintetizadores en plan The Avalanches que es “O día que volvín nacer”. Es lo mismo, pero no es lo mismo, que diría la Jurado.
Durante un momento de su concierto en el escenario Vibra Mahou, pensé: “Es normal que le guste tanto a Marta Movidas”. A veces La Casa Azul es como si Lori Meyers estuvieran encerrados en el jukebox de algún karaoke de Tokio. Justo después, de hecho, durante “Entra en mi vida”, empiezan a proyectar imágenes y vídeos de manga y anime mítico como “Astroboy” o “Dragon Ball”, demostrando que lo suyo es un viaje astral hasta los confines del synthpop. Todas las canciones de Guille Milkyway funcionan como un mismo conjunto, flotan en el mismo universo, para bien o para mal: comparten recursos, cadencias, guiños melódicos, pero también una pasión muy genuina pese a su inspiración evidente en Daft Punk, en Pet Shop Boys y, por supuesto, en Fangoria. Y es eso lo que las hace grandes, además de un apartado visual confirmado como el más espectacular del festival. Se ve todo lo que tocan, da la sensación de cero pregrabado –algo que, teniendo en cuenta un rollo que es fundamentalmente electrónico, cabe destacar– y saben invocar drops de géneros relacionados pero diferentes en su políglota pista de baile: rompen retrowave, post-dubstep, italo, french house o trap, sirven un freestyle eurovisivo escorado al breakbeat en “Los chicos hoy saltarán a la pista”, le hacen un guiño al “Bailando” (Paradisio) en “Podría ser peor” e interpolan “One More Time” durante “La revolución sexual”. Al final, un Guille emocionado nos dejaba con algo rondando en la cabeza. Un mensaje que, aunque a muchos nos cueste creerlo, parece ser necesario reivindicar en 2023: ama (y fóllate) a quien te dé la gana.
No hubo escenario 2 para tanto La Femme, con sus seis miembros desplegándose entre la batería, la guitarra, el bajo, panderetas varias y cuatro teclados Nord. Es curioso que con tanto aparataje sigan disparando bases, pero los perdonamos porque es una de esas bandas que ha ido siempre en contra de lo que se esperaba de ella. Son mejores cuando abrazan ese synthpop oscuro y tan francés, susurrado, sexi y expansivamente introspectivo, sí, pero se agradece que sepan ponerse classie, sixties, ochenteros, peliculeros o psicodélicos. Incluso verbeneros, aunque por momentos den un poco de cringe. Se agradece el descaro para hablar de pollas en “Sácatela”, entre el rock de frontera, la psicodelia wéstern y el despiporre en plan latino. Se agradece que jueguen a ser Jeanette, cuando canturrean castellano o que se pongan en plan intro de serie de animación europea de los noventa. Hasta se agradece que en algún instante recuerden a The Hives, porque al final un concierto de La Femme es como una caja de bombones: nunca sabes cuál te va a tocar.
La banda de rock más sólida y más regular de nuestro país volvía a Tomavistas el mismo día en que veía la luz su sexto disco de estudio, “SED”. Tenía que ser una ocasión especial. Y lo fue, desde los primeros compases dedicados fundamentalmente a dejarnos escuchar los temas que lo componen, incluidos ese homenaje a New Order que es “Estrella solitaria”, la demoledora “Huele a colonia Chispas” o la épica “La condena”. Con “Ruptura”, y tras algunos titubeos iniciales provocados por algún problema de sonido en el micro del cantante y guitarrista Rodrigo Caamaño, Triángulo de Amor Bizarro aprovecharon para comenzar a echar la vista atrás, adaptados siempre a esta nueva versión que ofrecen de sí mismos, en la órbita agresiva y oscura de sus últimos trabajos pero intercambiando la distorsión y el droneo por una contundencia y un ruidismo ligeramente más orgánicos. Sale ganando “El fantasma de la transición”, con su perfección pop tan equilibrada con el caos marca de la casa, pero se sublima en la nueva “Cripto hermanos”, un cañonazo de noise-punk ácido y mareante del que cuesta reponerse. Con “Barca quemada” arrancan los pogos, que ya no van a parar hasta el final. “Vamos, joder, me parto la camisa, hostia”, gritaba el teclista Zippo, arengando salvajemente al público antes de la última avalancha: “De la monarquía a la criptocracia”.
La viguesa dani abrió la jornada vespertina del escenario 3 ante una nada desdeñable cantidad de público, teniendo en cuenta las horas y, sobre todo, el sofocante calor. Empezó con la guitarra y fue liberándose poco a poco, jugando al susurro y a la seducción, muy en la línea de las cantantes de pop francés que tanto le gustan, hasta llegar al clímax de “Si te vas”, presentando a la banda mientras echaba agüita sobre los asistentes de las primeras filas. Después, a modo de bis y con velo de novia blanco contrastando con el rojo intenso del bikini con falda y mangas, dejó una preciosa “Nubes” y esa “Ceras rosas” tan Parcels que prorrogó con su recién estrenado remix.
Reformados como trío con bajista de acompañamiento, en los nuevos conciertos de La Paloma se aprecia más la bicefalia que los dirige, alternándose las voces principales y poniendo sus guitarras en diálogo constante. Van para arriba los madrileños, sonando cada vez más compactos y seguros de sus propias canciones. Las pruebas están ahí: casi parecen Blur en “Tiré una piedra al aire”, “El adversario” es ya un himno de sus directos y “Algo ha cambiado” los ve sonar con una sobriedad inusitada. Y el público responde, pogueando ante el escenario 2 bajo un sol abrasador y sin apenas sombra bajo la que guarecerse. Para el final, con “Bravo Murillo” y “Palos”, la evidencia se impone: a día de hoy, La Paloma es una de las realidades más excitantes del rock en español.