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Era frecuente en los días previos al concierto de Yo La Tengo ver en redes sociales llamadas desesperadas de gente preguntando: “¡Socorro! ¿A alguien le sobra una entrada para Yo La Tengo?”. Los precios de páginas de reventa como Viagogo se disparaban alcanzando números de tres cifras, y en páginas de reventa como TicketSwap, a precios bastante más modestos, 256 personas esperaban ansiosas una notificación de alguien que vendiese su entrada a última hora. Apolo se había quedado pequeño para el trío de Nueva Jersey.
El ambiente de la sala se dibujaba entre camisetas de Galaxie 500, Sonic Youth, alguna que otra de Yo La Tengo y tote bags de Ultra Local Records, posiblemente la mejor tienda de discos de la Ciudad Condal y seguramente los más fanáticos del grupo. Era frecuente oír entre los asistentes “aquí no baja nadie de cuarenta años”. Eso no era del todo cierto, entre las primeras filas se agolpaban algunos veinteañeros que daban un ápice de esperanza al relevo generacional. ¡Que nadie vuelva a decir que el indie ha muerto!
Pasadas las ocho de la tarde, Ira Kaplan entra al escenario seguido de Georgia Hubley y James McNew, se acomoda en el piano y, sin mediar palabra, arranca con las primeras notas de “Big Day Coming” como si se tratase de una profecía: los allí presentes íbamos a ser testigos de algo muy especial. Con la segunda canción vuelven a sus clásicas posiciones. Georgia abandona la guitarra con la que había acompañado con sutil feedback la primera canción y se coloca en la batería. Su presencia es algo fuera de lo normal, parece que ha nacido para esto. Empieza “Sinatra Drive Breakdown”, inaugurando así el primero de los temas que sonarían de “This Stupid World” (2023). El público enloquece mientras James toca las primeras notas del bajo y los pies de Kaplan bailan coreografiados entre una amalgama de pedales. Continúan con “Let’s Do It Wrong” y “Aselestine”, con la delicada voz de Georgia como protagonista. Les sigue la hipnótica “Until It Happens”. Alguien del público se entrega al concierto con una envidiable y despreocupada euforia y se anima a dar palmas. Hay espacio para clásicos como “The Summer” o “Tears Are in Your Eyes”. Finalizan el primer set con “Apology Letter” y “Miles Away”, en la que Georgia nos susurra “Ease your mind, bide your time” mientras juega con un teclado infantil y clausura esta parte como si se tratase de una nana.
Anuncian el intermedio: la gente corre al baño, a pedir cervezas o a la zona de fumadores. Allí se intercambian impresiones eufóricas y categóricas: “Son el mejor grupo del mundo”, “está siendo algo increíble”, “los que tengo detrás no paran de darlo todo, parece que es su salida anual”.
Al cabo de quince minutos regresan. McNew, a la batería, golpea los platillos como si anunciase un cambio de perspectiva de lo que vendrá a continuación. Kaplan y Hubley –en guitarra y teclado, respectivamente– comienzan a cantar al unísono las primeras estrofas de “This Stupid World”, la canción que da título al nuevo disco. El primero se descuelga la guitarra y la golpea contra el muslo como si fuese una pandereta. La balancea y la toca desde ángulos que parecen imposibles. Apoya el mástil en suelo, la mano en el cuerpo a modo bastón y juega con ella al ritmo de la distorsión. Puede hacer lo que quiera, es una extensión de su propio cuerpo. Todo suena perfecto. Ella lo mira de reojo desde los teclados, sonriente.
Le sigue “Shaker”, donde las voces de ellos se superponen a ritmos diferentes, como si fueran predicadores de algún tipo de religión. Y por fin llega “Stockholm Syndrome”, la primera que suena de “I Can Hear The Heart Beating As One” (1997), y el público estalla cuando James McNew canturrea con su peculiar tono de voz “What’s the matter, why don’t you answer”.
Hay tiempo de repasar el melancólico “There’s A Riot Goin’ On” (2018) con “Shades Of Blue” y volver a “Painful” (1993) con “Double Dare”. La marcada línea de bajo del inicio de “Drug Test” hace que las cabezas del público se muevan al unísono, apoyando las cervezas en el pecho, cerrando los ojillos, y por momentos nos convertimos en la juventud desencantada que baila en Homerpalooza, en aquel imborrable capítulo de “Los Simpson”.
Segundo regreso a “I Can Hear The Heart Beating As One” con el shoegazing de “Deeper Into Movies” y cierre del segundo set con una versión extendida y superruidosa de “I Heard You Looking”, en la que Ira se desata por completo y hace el molinillo con la guitarra. No ha sonado “Tom Courtenay”, tampoco “Nowhere Near”. En realidad da igual, todo el mundo está contento. Llega el turno del bis, es decir, se aproximan las versiones, que en el caso de Yo La Tengo da para un capítulo aparte: a lo largo de la gira las han regalado de Sun Ra, Urinals, The Velvet Underground o The Monochrome Set. ¿Tocarían alguna de estas?
El trío regresa e Ira se lamenta jocosamente sobre la ausencia de Bruce Springsteen, que tocaba ese fin de semana en Barcelona. Nos cuenta que se había comprometido a tocar una canción de Devo con ellos –por favor, tomémonos un minuto para visualizar esta idea–, pero les había dejado plantados a última hora, “And he calls himself The Boss!”, refunfuña James. Y, ahora sí, los primeros acordes de “Gut Feeling” llenan el Apolo y el público estalla, grita y baila desenfrenado. Le sigue la versión de “Breakin’ In My Heart”, del recientemente fallecido Tom Verlaine, el líder de Television. El broche final llega de la mano de Georgia, entonando con su suave voz “Hanky Panky Nohow”, de John Cale, y llevando a los asistentes a un estado de entrega absoluta a esa religión llamada Yo La Tengo. Ya nos podemos morir tranquilos. Hemos visto el mejor concierto del grupo. ∎