Serie

Ciudad en llamas

Josh Schwartz y Stephanie Savage(miniserie, Apple TV+)
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En el año 2015, Garth Risk Hallberg dejó el anonimato para convertirse en la gran esperanza blanca de las letras norteamericanas tras estampar su firma en el contrato más alto ofrecido nunca a un debutante: dos millones de dólares. Aclamado por la crítica, comparado con Charles Dickens, Tom Wolfe y Jonathan Lethem, y con el productor Scott Rudin adquiriendo los derechos de adaptación incluso antes de la publicación, el fenómeno literario respondía al nombre de “Ciudad en llamas”, una mastodóntica novela (aquí publicada en marzo de 2016 por Literatura Random House) de casi mil folios ambientada en ese Nueva York irredento en cuyos bajos se cocinaba la explosión del punk y la new wave, mientras la zona alta seguía indiferente en su aprovisionamiento no siempre lícito. Un fatídico tiroteo en Central Park durante la Nochevieja de 1976 precipitaba este relato que interconecta las dos ciudades bajo un dispositivo narrativo complejo, de ambición desbordante; un proyecto elefantiásico inadaptable, vaya.

No lo entendieron así Josh Schwartz y Stephanie Savage, los creadores de “Gossip Girl” (2007-2012), que han tenido la osadía de embarcarse en su conversión a miniserie de ocho capítulos para Apple TV+. Una imprudencia que ha terminado por dar la razón a quienes asignábamos alta improbabilidad a que el asunto pudiese terminar en el mejor de los puertos. En ese intento, sus responsables han trasladado la línea temporal original –1976-77– al Nueva York que resurgía de las cenizas de las Torres Gemelas. Y, en lugar del punk, se utiliza el renacimiento del rock guitarrero de los albores de milenio como escenario musical de fondo. Un recurso con la aprobación del propio Hallberg y con el que probablemente se busque captar a un mayor público, dado que los coetáneos de Tom Verlaine y Patti Smith quedan, por lo general, más rezagados de la rutina veloz que proponen las grandes plataformas de streaming.

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Ese es el ajuste diferencial respecto al libro. Por lo demás, se ambiciona la misma amplia panorámica sobre los diferentes estratos que componen la pirámide social y que quedan distribuidos a lo largo y ancho de Manhattan. Es a través de una trama central, y de varias secundarias, como se descubre la conexión entre distintos personajes pertenecientes a esos dos abismos sociales que dividen la ciudad del Hudson.

Uno de los sabores que recompensaban al lector era ese pulso adrenalínico de la juventud inmersa en una ciudad que amplifica las emociones. Por ejemplo, la asociada a esa peligrosidad del Nueva York “apache” que se mezclaba con el vigor extático de unos jóvenes descubriéndose en medio de la eclosión de una nueva escena musical. En su traslado a serie, lo que se devuelve al espectador no es más que un simulacro acartonado –a servidor le vinieron a la cabeza, en varios instantes, flashes de “The Get Down” (Baz Luhrmann y Stephen Adly Guirgis, 2016)– de esa ciudad vibrante. Al fin y al cabo, ese reflejo no es otro que el rumbo que adquirió Nueva York bajo el mandato de Michael Bloomberg. El problema está en que esa esencia de “parque temático” no interesaba reproducirla para este relato. Esa peligrosidad, el cruzar los límites permisivos como acicate de algunos de los personajes, se transforma en su adaptación en mera representación lastrada por la falta de autenticidad y trastabillada por arquetipos y zonas estereotipadas que rozan lo ridículo. Especialmente dañino resulta cuando la narración se desplaza hacia el trasfondo anarquista, pero también cuando escala hacia la zona adinerada de la megaurbe para retratar esas riñas del clan Hamilton-Sweeney que tienen su peor versión en las manifestaciones de Armory Gould (John Cameron Mitchell), un familiar de intenciones oscuras y achaques de villano Batman (el de Joel Schumacher, para mayores señas). Se suma el poco tino de un casting que no endereza el bajo reclamo de unos personajes que salen ya desfavorecidos por guion.

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Otro de los desvíos planteados por el tándem Schwartz-Savage pasa por ofrecer mayor protagonismo al coming of age que se despliega mediante la historia de amistad-amor entre Charlie y Sam en el contexto del descubrimiento de la última escena rock de Nueva York. Ni el uso prácticamente ornamental de una banda sonora de ese oleaje (The Rapture, TV On The Radio, Interpol, The Walkmen, Yeah Yeah Yeahs), ni el retrato poco fidedigno de la época y lugar, ni el empeño de los dos limitados jóvenes que los interpretan aportan el suficiente impulso en lo emocional. Tampoco su trama de misterio, alargada como un whodunnit de investigación circular entre distintos personajes, se resuelve con el interés necesario.

Habiendo leído hasta aquí, es fácil imaginar que la totalidad de la serie se acople a esas imposiciones dramáticas asumidas por la ficción televisiva contemporánea: la colocación de elementos de tensión manidos y forzados –como esas persecuciones gratuitas– o la inclusión de una intriga y su forma de desarrollarla sobre la trama, carente de las recompensas esperadas. En esa línea de recursos trillados y enfoques cortos de mira se presenta el final de los capítulos, intentando el infructuoso enganche con el espectador a través de giros previsibles y acentuados. Tampoco la ejecución –abuso de la cámara lenta y el piloto automático con que parecen haber sido rodadas la mayor parte de las secuencias– o la estética logran escapar de esa inercia apegada a la serialidad estandarizada que tanto predomina en el principal riego catódico y que, en la mayoría de las ocasiones, como es el caso de estas líneas, se traduce en visionados fútiles. O, en el mejor de los casos, en experiencias pasajeras sobre un tiempo y una ciudad a los que, desde el plano de la ficción, se hace poca justicia.

La postal de Nueva York.
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