Película
El Gran Hotel Budapest
Wes Anderson
Para Wes Anderson, las películas son, más que nada, una excusa para diseñar un mundo y crear unos personajes que lo habiten. En realidad, las tramas le importan bien poco a este demiurgo de paraísos perdidos, de universos de juguete donde marionetas rotas ejecutan danzas melancólicas e imposibles. El de su última película es, quizá, el escenario más prodigioso creado por el director: un hotel en su pico de grandeur, un reducto de lujo y exquisitez en colores pastel gobernado con mano de hierro y guante de seda por un conserje bigger than life, Gustave H.
Tanto Anderson como Gustave H, cada uno a su manera, tratan de preservar los encantos de una época que se desvanece, de retener un esplendor acosado por las fuerzas de la historia. Con fervor, obstinada atención al detalle y absoluta fidelidad a su equipo. Construyendo un mundo de una belleza de tiralíneas, manteniendo a raya la vulgaridad. Pero Anderson es más que un guardián del buen gusto: también es un director formidable que celebra el arte de contar historias convirtiendo el relato en un milhojas narrativo que salta de Zweig a Lubitsch en pirueta tintinesca de línea clara.
La única pega que puede ponerse a “El Gran hotel Budapest” es que, en su manierismo desatado de arquitecto de la ficticia República de Zubrowka, de esa Europa de entreguerras vista desde el prisma del cine clásico norteamericano, Anderson abarrota de tanto atrezo el cuadro que, a veces, el detalle se confunde con el adorno y la emoción no surge con la misma fluidez que en otras de sus películas. Como el hotel que retrata, el cine de Anderson ha llegado, en cierta manera, a su máximo apogeo. Pero, de seguir por este camino, tal vez le aguarda el colapso. Será interesante, pues, ver si sale adelante ese nuevo proyecto “vagamente vanguardista” en el que el director norteamericano ya trabaja. ∎
El hotel de los líos.
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