Libro

Juan Villoro

La tierra de la gran promesaLiteratura Random House, 2021

Esta es la historia, contada por Juan Villoro (Ciudad de México, 1956), de Diego González, definido por alguien como el último guevarista y por otro como un cineasta cercano a Werner Herzog, célebre por sus no ficciones y por los riesgos tomados para realizarlas. Es un director mexicano de documentales, o narcocineasta, dada la existencia de una película suya que sirvió para detener a un importante capo del cartel de la droga, que sigue anclado en su pasado en México, en la relación con el profesor y crítico de cine que tanto lo influyó, en el recuerdo de un accidente en el que pereció uno de sus mejores amigos, en su primera novia o en el incendio de la Cineteca de México D.C. Mientras tanto, intenta enderezar su presente en Barcelona, con su joven pareja sentimental, de profesión sonidista de cine –y registradora de las pesadillas broncas que tiene Diego cada noche: es la sonidista de sus secretos–, y su hijo pequeño, Lucas. “Diego formaba parte de la misma desgracia, la de vivir en un país donde el espanto era la principal sensación de pertenencia”.

Es también la historia de un productor catalán para quien el Ampurdán es como Timbuctú y que dice ser independentista solo cuando critican a Catalunya, de nombre Jaume Bonet, ligeramente parecido a James Bond, aunque detrás del personaje de ficción puede esconderse alguien real. Bonet no es transparente, esconde muchas cosas en sus transacciones cinematográficas con México, país de espanto y de corrupción en todos los sentidos, y por eso contrata a un periodista para que investigue su propia trayectoria: quiere saber hasta dónde ha pecado. Pero es también muy lúcido con las palabras que Villoro, escindido entre México y Barcelona, coloca en su boca: “Mis amigos de la ‘gauche divine’ se volvieron demasiado ricos para seguir pensando”. Diego tampoco comprende muchas cosas de su nuevo país de adopción: “Costaba trabajo entender que un sitio donde las setas se clasificaban con tanto esmero produjera a genios convulsos como Dalí o Gaudí”.

Hay en “La tierra de la gran promesa” una trama incluso criminal, un recorrido, la sombra alargada de un pasado familiar, unos personajes dudosos y otros íntegros, aunque nadie está más allá de la duda. Incluso hay figuras que no son lo que realmente le parecen a Diego, como el periodista Adalberto Anaya, la peculiar Pandora de Villoro que abre la caja de los truenos. Como una película soberbia de Arthur Penn, “La noche se mueve” (1974), pocas cosas se aclaran al final del relato, y las que lo hacen dejan al protagonista más inquieto que cuando todo comenzó. Villoro, magnífico en las descripciones de aquello que fue, pero ya es irrepetible –“entre ellos solo había aire reventado por el tiempo”–, baraja con maestría un relato duro con una prosa irónica, burlona a veces, en la que se invocan, nunca en vano, los nombres de Luis Buñuel, Pier Paolo Pasolini, John Ford o Ingmar Bergman. No es un libro cinéfilo y, sin embargo, qué bien se habla de cine en el mismo, tanto de estética como de industria (corrupta).

La Cineteca se incendió una tarde en la que se proyectaban la película de Andrzej Wajda que da título a la novela, precisamente en el momento del filme en el que se incendia una fábrica. Esa imagen tan bien descrita por el autor en términos orgánicos –el olor, las llamas, las cenizas, el veneno químico del celuloide devorado por el fuego– vuelve una y otra vez a lo largo del relato, principio y final de grandes promesas incumplidas. ∎

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