El BAM nació en 1993 en el Mercat de les Flors y puso en marcha un modelo inusual de festival en España: potenciar la escena indie con fondos públicos en unas fiestas de una gran ciudad. A partir de 1994, los conciertos tomaron el centro de Barcelona y convirtieron este tipo de evento en espejo de muchos otros que llegaron después a muchas poblaciones. Jordi Gratacòs fue el creador e impulsor del BAM, pero desde el primer año la revista Rockdelux estuvo implicada en la elección de los grupos y, desde el tercero y hasta el séptimo, se encargó de la dirección artística. Coincidiendo con la decimoquinta edición del BAM, en Rockdelux seleccionamos algunos de los artistas más significativos de esos primeros quince años de vida del festival: esta playlist.
Cortometraje prometedor. Superando las comparaciones de la época con The Jesus And Mary Chain y Dinosaur Jr., hoy esta canción descubre buena parte de lo que serían Los Planetas: un grupo que lleva el agua de las referencias ajenas a su molino, que usa letras de lenguaje sencillo para explicar sensaciones complejas (y bastante turbias) y que ansía reescribir los cánones del rock en castellano.
Nouvelle vague fina. Polaroid sobre sensaciones que se describen mejor con una cenefa de chelo que con palabras. Con una prosa elemental y sin retórica, Teresa Iturrioz se ensimisma apelando explícitamente a Vainica Doble (“La ballena azul”) e implícitamente a Astrud Gilberto.
Melodrama clásico. La pieza menos suntuosa y enjoyada, aunque quizá también la más elegante, del segundo disco homónimo de Tindersticks. Apurando los compases postreros del último romance de un mujeriego, Stuart Staples imposta a Leonard Cohen como nadie en una de esas canciones con traje que ellos tan bien sabían hacer.
Western crepuscular. ¿Así cantaría Lou Reed de haber nacido en Nashville? El monólogo interior de Kurt Wagner deshila reflexiones sobre la soledad, la vida adulta, la incomprensión y la misantropía mientras la big band del country alternativo se solaza entre slides, cuerdas y percusiones exquisitas.
Road movie hi-tech. El Bobby Gillespie de “Vanishing Point” (1997) se embala en su escapada del rock retro hacia el rock del futuro: samples de Super Soul –el vehemente locutor de radio del filme “Punto límite: cero” (Richard C. Sarafin, 1971)–, una línea de bajo como un misil, prestamos de “Halleluwah” de Can, ruidos inidentificables y un devocionario donde cabían Maradona, Lemmy, Sam Peckinpah y John Coltrane.
Free cinema sofisticado. Con una mezcla de amarga justificación y orgullo resignado, John Moore, Luke Haines y Sarah Nixey le echan las culpas a Inglaterra. Tienen algo del “you made me” que lucía Richard Hell in pectore en la portada de “Blank Generation” y algo del amor-odio patriótico de Morrissey y Paul Weller. Veneno en las pastas del té.
Superproducción indie. Los arreglos caen en cascada a lo largo de los siete minutos de una canción río que nace en el manantial de Rickie Lee Jones y desemboca en el océano de Joni Mitchell. Terry Callier da la réplica a la chica de belleza gastada que consiguió que Heavenly le sacara un disco de casa grande, “Central Reservation”. A todo lujo.
Documental con conciencia. Puedo imaginarme a The Prodigy, a los Chemical Brothers de “Galvanize” e incluso a M.I.A. remezclando esta canción. ¿El rai deja de ser rai? Tal y como lo concocíamos, por supuesto. Pero en esencia, Rachid Taha, aun intoxicado por la producción de primer mundo de Steve Hillage, continúa blandiendo sus orígenes con insolencia rockera.
Ciencia ficción de serie A. Herbert se gana las tres estrellas como chef de la nouvelle cuisine electrónica en un ejercicio virtuoso que descompone el house, le da textura de jazz, lo reduce con vanguardia y lo adereza con música de piano bar. Sirve el plato Dani Siciliano.
Erotismo sentimental. Tapado durante años, el talento de Terry Callier se hizo público a finales de los noventa gracias a la vindicación de admiradores (y luego colaboradores) como 4 Hero y Paul Weller. Cálido, hondo y sensual, el resucitado Callier se pone al día e incluso se atreve a rapear en una pieza que aúna carnalidad y espiritualidad.
Fantasía bíblica. A un estado de conciencia superior, Jason Pierce llegó por la química, aunque ya en tiempos de Spacemen 3 nos hacía creer que él tenía la gracia divina. Lo de menos es si alguna vez ha visto o no la luz. Ante temas de una simplicidad proverbial (voto de probreza después de discos de excesos instrumentales) como este, qué más da si su mística gospel es ética o estética.
Terror psicológico. En la época en que los grupos del sello BCore ya no explosionan sino que implosionan, los tres de Vilassar de Mar se erigen en la máquina mejor engrasada del post-core, del post-dub y del post-todo. Karlos Osinaga (Lisabö) ejerce de Steve Albini a los controles en un tema que se parte en dos arrancando en Washington DC y frenando en Chicago.
Arte y ensayo. Chloë Sevigny aguanta todo el peso del mundo como señora de la limpieza de un motel mientras Bill Callahan aparece como busto parlante de un noticiario. Así era el extraño videoclip de una canción como un bloque de mármol. Monocorde, enigmático e insistente, el hombre gárgola se interroga sobre la existencia de un ser superior y concluye: “Dios es una palabra. Y la discusión acaba aquí”.
Comedia vanguardista. Días nublados y horas soleadas de la vida en pareja según los extraterrestres de ses illes. “Darrera una revista” es una de esas que si fueran en inglés, Michael Stipe la bordaría. Aunque ¿quién quiere a Stipe teniendo la bellísima voz ocre de Pau Debon y quién quiere el inglés teniendo la métrica sorprendente y frondosa del mallorquín Joan Miquel Oliver?
Thriller existencial. El francés Olivier Lambin come aparte. Pelirrojo y perriverde, Red cambia de atuendo a cada disco (ha sido Leonard Cohen, Johnny Cash, Tom Waits, Nick Cave, ¿Lenin?...). En esta ocasión toca leer entre líneas el rock más outsider y soñar con envejecer como crooner en una canción contrahecha que hiede a azufre. Joan Pons