Tras más de tres décadas pinchando en clubes y festivales, a Laurent Garnier solo le faltaba que le erigieran un monumento para rematar su condición de icono. Y eso es precisamente lo que hace el documental “Laurent Garnier. Off The Record”. Nos encontramos con el monarca de la pista durante la presentación del mismo en el Atlàntida Film Fest, y hablamos con él de su trayectoria y de cómo, a veces, pinchar puede ser un acto político.
La devoción de Laurent Garnier (Boulogne-Billancourt, 1966) por la música a un volumen estentóreo empezó en la feria. Su abuelo importó las primeras montañas rusas en Francia, de modo que, de crío, tenía el acceso asegurado a todas las atracciones. “En aquel entonces, si querías oír buenos temas, te ibas a los autos de choque, a la noria o al tiovivo”, explicaba el pasado julio en el Atlàntida Film Fest de Mallorca, donde este primer espada de la escena electrónica presentó el documental biográfico “Laurent Garnier. Off The Record” (Gabin Rivoire, 2021), que en octubre se verá también en el festival In-Edit de Barcelona.
Cuando los padres de Garnier sustituyeron la vida en la caravana por un apartamento, el joven aspirante a feriante optó por quedarse en casa oyendo música mientras sus amigos se iban a jugar al fútbol. “Mi trabajo a los platos es una prolongación de las sensaciones de las que fui testigo en la infancia. Existe un paralelismo entre emocionar en los caballitos y hacerlo en una discoteca”, compara el productor.
Uno de los mejores regalos que recibió en la preadolescencia fue una bola de espejos. Su habitación se convirtió así en su primer club. A partir de ahí, el empastado de su leyenda fue sedimentando hitos y anécdotas. Como su descubrimiento de las raves durante su trabajo como camarero en la embajada de Francia en Londres; su fichaje en el mítico The Haçienda de Mánchester, ligado a una inspirada casete que cayó en las manos adecuadas, y los días de severidad en el servicio militar combinados con su insomnes noches a los platos de La Locomotive.
Como los deportistas de élite, el pionero del house, agitador infatigable en festivales y clubes de los cinco continentes durante tres décadas y, en palabras de Jeff Mills, “DJ de DJs”, entrena su oído diariamente para mantenerse en forma en su disciplina. Su Majestad del techno acostumbra a escuchar con placer y rigor decenas de discos al día. Hasta la sacudida de la crisis sanitaria.
“Al principio del encierro, por primera vez en mi vida, sentí rechazo hacia la música techno, no podía escucharla. Para mí ha sido un género ligado al futuro, porque evoca una idea de porvenir, pero durante el confinamiento no sabíamos hacia dónde demonios nos dirigíamos, la vida no tenía horizonte”, argumenta un todavía estupefacto Garnier, que durante seis meses renegó de los sonidos que habían sido la banda sonora de su vida y de la de sus acólitos. Tras dieciocho meses de ayuno, volvió a los platos a finales de julio, con aspiración de resarcirse y renovar sus votos como monarca de la pista de baile.
¿Qué música encaja con el momento presente?
El confinamiento fue una experiencia muy extraña. Llegué a la conclusión de que la música que hasta ahora me había acompañado no tenía ninguna relevancia en los tiempos que estábamos viviendo. Me hice muchísimas preguntas y grabé un disco psicodélico con The Limiñanas –“De película” (Because, 2021)–. Después de un buen año, la frustración de no poder pinchar me ha traído de vuelta. Mi último descubrimiento ha sido un chico australiano llamado Prequel que hace deep house y me ha volado la cabeza. Hemos empezado a hablar y nos hemos hecho bastante amigos. Debería prestársele más atención, porque ha sacado un disco increíble –“Love Or (I Heard You Like Heartbreak)” (2021)–, tiene un sello interesantísimo y está produciendo muy buena música.
¿Cuáles fueron las respuestas a todas esas preguntas que te asaltaron durante el encierro?
Mi principal pregunta fue: “¿Cuánto tiempo se va a prolongar esta situación?”. Porque al principio pensamos que serían tres meses, pero pronto nos dimos cuenta de que se iba a prolongar de año a año y medio. Tengo 55 años, así que me cuestionaba cuál sería mi papel en el mundo pospandemia, si los chavales querrían volver al mismo tipo de eventos a los que acudían antes, si todavía tendría algo que transmitirles, cuál sería mi aportación… En definitiva, si debía continuar o abandonar. Fue un momento intenso de autocuestionamiento, que me ha traído de vuelta. En el futuro voy a seguir planteándome preguntas porque, como artista, creo que es un ejercicio muy saludable para asumir que un día llegará el momento de retirarse.
¿Con qué emoción viviste tu vuelta a la cabina tras año y medio de ausencia?
¿Qué es lo que marca ese instante?
Todo pasa por encontrar el disco adecuado en el momento preciso y entender el lugar, la ciudad, los asistentes, la hora, el sonido… Siempre lo visualizo como una locomotora que tira de muchos vagones; una vez pillas velocidad, ya los transportas a todos. El sábado, el giro se dio con el segundo disco.
¿Pinchaste “I Feel Love”?
No, porque no quería que la gente pensara: “Ya está aquí el Garnier de siempre”. Me resultaba demasiado obvio. Así que elegí entre mis discos nuevos para asegurarme de que no los hubieran oído antes. Me comprometí a no pinchar ninguno de mis antiguos álbumes porque quería subrayar que no me había dormido en los laureles durante la pandemia, sino que había seguido buscando y haciendo mi trabajo, aunque me sintiera indispuesto, porque considero mi deber estar pendiente de lo que está sucediendo en la escena. Algún día volveré a pinchar a Donna Summer; también “Strings Of Life”, de Derrick May. Hay unas pocas cosas que te definen en la vida y, en mi caso, sin “I Feel Love” y el principio de la escena techno de Detroit, no estaría aquí.
¿En qué se diferencia tu actitud cuando mezclas y cuando creas música?
Hago música para mí, sin pensar en mi público, sabiendo que si soy honesto, alguien, en algún sitio, de algún modo, la entenderá. Cuando pincho lo hago solo para la gente, así que mi trabajo como DJ es leer al público y poder establecer cada noche la mejor relación de amor. Así que son formas diferentes de acercarte a la creación. Componer música es algo muy personal y cuando lanzas tu disco te aterrorizas y te preguntas qué va a pensar el público de tu creación, pero cuando pincho creas frente, para y con la gente.
¿Los contextos sociales y políticos pueden influir en la manera como fluyen tus sesiones?
Cuando vives situaciones así, espinosas, nunca debes darles la espalda, sino tratar de encontrar el disco certero para enviar un mensaje. Una de las últimas veces que pinché en Nueva York, aterricé el día que Trump aprobó el veto migratorio a refugiados y musulmanes. Al llegar al aeropuerto, en la misma terminal, me fijé en que la gente miraba fijamente a los pasajeros con un aspecto ligeramente árabe. Yo no fui una excepción, porque tengo la piel un tanto oscura. Me sentí incómodo, especialmente por el hecho de encontrarme en Nueva York, un estado que no votó mayoritariamente a Trump. Experimenté algo muy fuerte e injusto. Así que me pasé toda la noche preguntándome qué pinchar, con qué música podía transmitir al público que empatizaba con ellos, que compartía su dolor y estaba en desacuerdo con el veto. En un momento dado sonó un maravilloso disco de Detroit y a continuación el discurso de Martin Luther King “I Have A Dream”, en concreto el párrafo que dice: “Un día en Alabama, pequeños niños negros y pequeñas niñas negras serán capaces de unir sus manos con pequeños niños blancos y niñas blancas como hermanos y hermanas”. Reparé en que un chico en la pista de baile empezó a llorar a mares. Con tocar a aquel único asistente ya sentí que había hecho valer mi opinión.
Otro día tuve un bolo en Israel y mis redes sociales se llenaron de mierda, de comentarios muy heavies. Acababa de producirle un álbum – “Scarification” (2015)– a un rapero francés llamado Abd Al Malik, que es una bellísima persona y un filósofo. Lo llamé y le consulté. Me contestó que debía ir y expresar lo que pensaba. Así que fui al club, que, paradójicamente, es propiedad de una pareja gay formada por un chico musulmán y otro judío. Pinché “Promised Land” y todo el mundo allí entendió a qué me estaba refiriendo. Es mejor mojarse que decir que no es apropiado manifestarse políticamente. Sí que lo es. No todo el tiempo, porque entonces se convierte en una batalla política, pero de vez en cuando has de decir que apoyas a los homosexuales, que estás en contra del racismo…
El documental “Underplayed” (2020), de la directora Stacey Lee, reveló la desigualdad de género en la escena de la música electrónica. ¿Qué hay de tu apoyo a esta causa?
Me llama la atención, porque entre mi generación jamás he experimentado animosidad ni mal comportamiento hacia las mujeres. Siempre ha habido muchas mujeres a los platos, pero no se hablaba de ellas como mujeres DJs, sino como DJs a secas. Saskia, Miss Djax, Miss Kittin… No se las evitaba. Esta realidad llegó luego, junto a otras luchas. Cuando surgieron movimientos como el LGTBQ, las mujeres preguntaron por la igualdad salarial, lo que es absolutamente normal. Ahora hay muchos festivales que establecen una paridad tanto en la configuración del cartel como en un caché igualitario… Pero no hemos de olvidar que lo que nos debe regir es el talento y no el género. Para mí, lo relevante siempre ha sido si la persona en cuestión era buena pinchando música. Dicho esto, estoy completamente de acuerdo en que la gente luche por la igualdad.
¿Cómo vives la paradoja de militar en la electrónica, una música demonizada en los 90, y haber sido honrado ahora como Caballero de la Legión de Honor?
Lo curioso es que me reconocen como Oficial de las Artes y las Letras y acto seguido, durante la pandemia, el Ministerio de Cultura francés declara que los DJs no somos considerados como artistas y que la regulación de los clubes pertenece al Ministerio de Interior. De resultas, le escribí una larga carta abierta a la ministra Roselyn Bachelot, porque descubrimos que no habíamos ganado ninguna de las viejas batallas que habíamos librado en su día. Al principio del confinamiento, sentí que habíamos dado un paso atrás gigantesco, como de veinte años. ¿Por qué me concedieron esta medalla por ser, supuestamente, un artista y representar a Francia en el exterior, cuando mi país, en 2020, no es capaz de reconocerme como tal? ¿Qué cojones está pasando? Las palabras “club” y “DJ” desaparecieron del léxico de los políticos y de la prensa. Completamente. Hablaban de cines, de librerías, de restaurantes, de teatros… pero no del estado de los clubes. Y les costó utilizar la palabra “festival”. Se les atragantaba. Así que todavía hay mucha lucha pendiente.
¿Crees que la cultura de club ha llegado a su punto final?
No, la postura del Ministerio ha provocado una convergencia en la escena y que finalmente se organicen todos sus actores. La COVID ha servido para que el sector se estructure y descubra que no siempre hay que pelear para avanzar, sino combinarlo con escritos, probando la realidad con datos y hechos. Es cierto que las salas llevan tiempo cerradas y han perdido dinero, pero no creo que estén en mala forma. Son ciclos, la gente joven acude a los clubes, los que les relevan tres años después quieren ir a festivales, como sucede ahora, pero luego llega un momento, cuando eres un poco mayor, en que te das cuenta de que quieres ir a un sitio seguro, donde los baños estén limpios y no tengas que dormir en una tienda de campaña, sino volver a casa y ducharte. De ahí la explosión de los festivales boutique, porque comes bien y puedes llevarte contigo a los críos.
¿Qué te gustaría que rezara en tu epitafio?
Mi mujer siempre dice: “Se le podría haber pagado por este bolo”, porque siempre estoy haciendo sesiones gratis para mis amigos (risas). Dejando de lado esta broma, si me imagino a mí mismo muerto, me frustra pensar que ya no podré descubrir más música, coleccionando y buscando… Así que me gustaría que pusiera: “En la música de por vida”. ∎