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anza la mano y esconde la piedra. Roba. Devuelve lo robado. Transforma lo casto en algo impuro. Purifica las aguas podridas. Pone a Camarón a cantar bachata, distorsiona la voz de Héctor Lavoe y hace que Nina Simone implore por bulerías que la dejen en paz. Cuida y mima los nenúfares como si fueran cactus y los cactus como si de nenúfares se tratara. Nos jura que hay duende en un chándal de Versace. Sabe exactamente cuándo un ritual exige solemnidad y cuándo permite guasa. Le habla a los cuerdos con las mismas palabras que a los locos. Todo lo que hace está destinado a hacernos coquetear con la más dulce de todas las mentiras: no todo está inventado. Hablo de Rosalía, claro. De “Motomami”.
Las primeras palabras que suenan en el álbum, con tono de cierta incredulidad, son “Chica, ¿qué dices?”. Tiene que tratarse de un guiño de Rosalía, la prueba de que sabe el tipo de reacción que puede generar “Motomami”. En este caso, es la que tuvieron bastantes personas, supongo, al escuchar “Saoko” hace unas semanas y supongo también que es la reacción que aún tendrán algunos al escuchar el álbum entero desde el viernes 18 de marzo. Ese “Chica, ¿qué dices?” es –palabras más, palabras menos– la misma cosa que se preguntaron quienes escucharon el “Highway 61 Revisited” de Dylan cuando apenas había salido en 1965. También es la pregunta que se hicieron muchos al escuchar “La leyenda del tiempo” de Camarón en 1979. El “Chica, ¿qué dices?” de Rosalía expresa una perplejidad parecida a la que generaron esos discos de Dylan o Camarón. Se trata de un desconcierto extraño, porque sabes que está ocurriendo algo pero no sabes qué es, eres consciente de que acaba de pasar algo conmovedor pero aún no comprendes qué es. Sin embargo, Rosalía no quiere generar desconcierto. Sabe y asume que “Motomami” lo causará, pero es demasiado poco vanidosa como para conformarse con tan poquito como generar desconcierto.
En algún momento de su vida, Rosalía decidió que iba a descubrir cuál era su más profundo impulso y lo iba a perseguir hasta quedarse sin aliento. Muy rápidamente, a juzgar por la velocidad con que ha ido devorando etapas, entendió que mirar en lo más profundo de una misma no era mirar hacia dentro, sino hacia fuera. Y buscó en el flamenco, en la bachata, en el reguetón, en la salsa, en el pop, en el trap. Cruzó el Atlántico varias veces, sacó la cabeza en el Pacífico, se perdió en el Golfo de México y se embriagó en el Caribe. Había un hilo que unía a los calorros de Sant Esteve Sesrovires con los bachateros del Bronx, a los traperos de Granada con las flores asiáticas. Viajó por medio mundo y así viajó por dentro de sí misma, hizo introspección exterior. Y en ese viaje descubrió que todo estaba inventado y comprendió que su arte no podía consistir en hacer algo original. Su arte tenía que ser otra cosa, no tenía sentido empeñarse en inventar algo “nuevo”. Y se embarcó en una historia inverosímil y maravillosa. Su arte consistiría en contarnos, de la forma más bella y conmovedora posible, la mentira de que no todo estaba inventado. Ese era el más profundo impulso de Rosalía: engañarnos con tanta generosidad, tanto amor y tanta hermosura que dejara de importarnos que fuera un engaño. Ese iba a ser su arte, si es que puede haber otro. Hay mucha más belleza en la mentira que nos cuenta Rosalía que en las supuestas verdades que nos cuentan los demás, del mismo modo que es mucho más bello el día que nieva en Miami que el día que nieva en Estocolmo. ∎