lcanzada luego de tanto BANG! CRASH! KABOOM! la página 373 de la formidable y exhaustiva y reveladora “Verdadero creyente. Auge y caída de Stan Lee” (2021; Es Pop, 2022) de Abraham Riesman, uno casi espera que el protagonista de esta biografía se despida, en su Asgard particular, con el último aliento capturado por un globo de voz trémulo donde se oiga y se lea un “¡Excelsior!”.
Pero no: Riesman no da cuenta de nada al respecto. Por lo que entonces, luego de haber contado absolutamente todo, cabe pensar que no hubo famosa última palabra de despedida. Por otra parte ese hipotético y deseado y casi mantra a lo largo de toda la vida que fue “Excelsior!” no tiene nada del misterio del “Rosebud” con el que el citizen Kane se apaga en los altos de su Xanadú. Nada que investigar en “¡Excelsior!”: se sabe perfectamente de dónde vino y a dónde iba y cuál era su pleno significado. Y, sí, “True Believer” era otra de las tantas frases hechas y eslóganes que se rescatan y enumeran y evocan en “Verdadero creyente”, cuyo subtítulo es –con aires ominosos y catastróficos de eso que se suele dedicar a antiguos emperadores o a modernos dictadores– un “Auge y caída de Stan Lee”.
Y sí: como cualquiera de los muchos héroes que contribuyó a crear, Stan Lee voló muy alto para caer muy bajo.
A veces –muchas– pasa.
Y desde “Moby Dick” de Herman Melville y “La letra escarlata” de Nathaniel Hawthorne y “Las aventuras de Huckleberry Finn” de Mark Twain y “Retrato de una dama” de Henry James no se ha dejado de perseguir esa idea de la Gran Novela Americana. Y no pasa casi año en que se proponga nueva candidata a ingresar al panteón (en lo personal, a mí me parece que la paradoja de que ese libro escrito por un ruso, Vladimir Nabokov, y reinventando el inglés en plena Guerra Fría, “Lolita”, acaso sea una de las más incontestables entre tantas opciones).
Pero por ahí también se propone la consideración de los abigarrados metaversos de la DC Comics primero (con Superman y Batman como estandartes) y luego la variación acomplejada sobre ellos que propone la Marvel Comics (con Stan Lee en el rol de estratega) como más que posibles especímenes perfectamente reveladores del Ser Nacional Made in USA. Los cómics de superbuenos y supermalos y superbipolares indefinidos como radiografías de unos tiempos convulsos (en más de una ocasión explorando e intersectando con la historia real de una potencia nacional a menudo globalmente impotente) que ya arañan al siglo de edad. Allí están –como evidencia de su radiactivo influjo– novelas como “Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay” de Michael Chabon (ganadora del Pulitzer en 2001) o la menos invocada pero acaso más interesante “Muy pronto seré invencible” de Austin Grossman.
Allí están también deconstrucciones-desmitificadoras que acaban erigiéndose en nuevo mito como el “Watchmen” de Alan Moore y Dave Gibbons y sucesivas variaciones sobre el alguna vez superhéroe triunfal devenido en mutante atormentado en “The Umbrella Academy” o hijo conflictuado-conflictivo de todopoderosos en “Jupiter’s Legacy”, para no hablar de las constantes revisiones à la dark de las propias DC y Marvel enturbiando las motivaciones de sus justicieros con traumas imposibles de solucionar hasta por Súper-Freud, Amo del Inconsciente.
Y “Verdadero creyente” cuenta y recuenta todo ello acorralando a Stan Lee –hijo de inmigrantes judíos-rumanos, nacido y bautizado en 1922 en Manhattan como Stanley Martin Lieber– como perfecto espécimen del asunto y envolviéndolo en la flameante bandera del muy despierto American Dream y su automática vocación de colonizadora utopía universal nunca pudiendo ocultar del todo los trapos más que sucios en los bajos fondos de barras y estrellas. Porque Stan Lee también tiene mucho de insigne e insomne american psycho que no descansa nunca hasta conseguir lo que se propone sin importarle alzas y bajas en su empresa. O no vacilando en dar puñaladas por la espalda a colegas (Riesman se detiene muy especialmente en las ya muy conocidas y estafadoras maldades que Stan Lee les hizo a genios y cómplices más que protagónicos y como mínimo coautores de sus visiones, incluyendo a los formidables y geniales Steve Ditko y Jack Kirby, a quienes Stan Lee explotó con modales casi de Coronel Parker para con Elvis). O haciéndose acompañar por una esposa y una hija que parecen salidas de una temporada de “American Horror Story” o, mejor aún, dignas e inestables pero incombustibles megavillanas llegadas desde alguna dimensión alternativa para poner todo patas arriba y cabeza abajo. O, en los últimos tiempos de su reverdecido reinado cortesía de las películas Marvel (todas, hasta su muerte, incluyendo cameo propio para regocijo de frikis y nerds y comic-cones), sufriendo en soledad como una especie de próspero pero desposeído Rey Lear.
Y mucho de lo que relata Riesman ya se pudo leer en “Marvel Comics. La historia jamás contada” (2012), de Sean Howe. Y lo que se contaba allí y se recuenta aquí –casi como si se tratase de un reality show de confinados bajo la mirada del Big Brother Lee– es la épica entre delirante y demencial de una editorial que cambió para siempre la percepción de los superhéroes volviéndolos acomplejados, egoístas, inseguros, vanidosos, infantiles, imprevisibles y, sí, tan débiles y frágiles como mortales. Una fábrica donde la genialidad corría pareja a la astucia y el oportunismo más descarado: Black Panther africano comulgando con el Black Power, Wolverine canadiense si las revistas se venden bien ahí arriba entre los desertores de Vietnam. Y que pase el que sigue a partir de lo que viene. Pero Riesman –a diferencia de la también reciente pero mucho más complaciente “The Amazing Story Of Stan Lee. A Marvelous Life” (2020), de Danny Fingeroth– va mucho más lejos en su concentración en la desfigurada figura de Stan Lee. Y no deja piedra sin levantar y, mucho menos, infinity stone sin revaluar y, en demasiados momentos, devaluar. Y corresponde señalarlo: por momentos lo hace con una ferocidad obsesiva digna del perseguidor Javert de “Los miserables” que en verdad no es otra que la del fan desilusionado con su ilusionista.
Y, claro, de ahí también que sea posible considerar a “Verdadero creyente” (que al mesiánico y megalómano Stan Lee no le habría gustado mucho prefiriendo, a no dudarlo, su propia autoversión automitómana del asunto previamente editada en memoirs de amnesia selectiva con títulos como “Amazing Fantastic Incredible” o, sí, “Excelsior! The Amazing Life Of Stan Lee”) como una suerte de Gran Novela Americana o de Inmenso Cómic. Dice bien, muy bien, Neil Gaiman cuando afirma que “se lee como un thriller o una novela de misterio”. Añadir a lo anterior la posibilidad de degustarlo como irresuelto caso patológico, un estudio donde ese siempre invocado “Excelsior!” lejos estaba de implicar e incluir lo excelso y muy cerca de destilar la ambición de quien, ya en su yearbook de bachillerato, declaró que su objetivo en la vida será: “Alcanzar la cima y QUEDARME ALLÍ”. “Verdadero creyente” como un volumen cuyas páginas se pasan como se pasaban aquellas otras, desbordantes de encandiladoras viñetas, prometiendo un final que nunca llegaba porque todo, como a este lado de la vida, estaba condenado y bendecido, de un modo u otro, a un (to be continued...).
Y apunte/intromisión personal: yo empecé siendo, en mi infancia en Buenos Aires, mucho más DC que Marvel. A Argentina llegaban las revistas de historietas mexicanas traducidas por la editorial Novaro. Y no había mucho Marvel ahí y sí mucha Baticueva y Fortaleza de la Soledad. Tampoco había, años después, demasiado Marvel en la pequeña y gran pantalla (recuerdo una triste y paupérrima versión del Capitán América que fui a ver solo empujado por la curiosidad al enterarme que su actor protagónico no era otro que el hijo de J. D. Salinger). Mientras que, de tanto en tanto, los huérfanos de Krypton y de Ciudad Gótica volvían con gran presupuesto en efectos especiales o con directores cult-cool y hasta con ese gran Joker, Prince, haciendo y deshaciendo de las suyas.
Además, claro, yo ya había descubierto al Corto Maltés y a Alack Sinner y a Arzach y, antes, las curvas de Vampirella y de las Chicas Corben/Frazetta en la Warren. Pero algo sucedió a principios de este milenio. Vi la primera “Iron Man” (película fundacional en 2008 del moderno MCU o Marvel Cinematic Universe) y salí de allí contento porque el hasta hace poco en caída libre Robert Downey Jr. hubiese recuperado su capacidad para elevarse hasta lo más alto de la lista Forbes y porque, además, la había pasado muy pero muy mal. A su manera, apenas subliminal, “Iron Man” era la historia de otro atormentado a redimirse.
Mi primer y único hijo había nacido apenas dos años antes y, pronto, pasó casi de largo por clásicos infantiles para sumergirse en ese ordenado caos de explosiones e incesantes origin stories remitiendo una y otra vez a mitos ancestrales. Digámoslo así: desde entonces –29 y cuatro “fases” más tarde– yo pienso que acompaño a mi hijo y mi hijo piensa que me acompaña a mí. Y, mientras escribo estas líneas, todavía no me repongo del vértigo de la última “Doctor Strange”, pero ya cuento las horas que me faltan para ir a ver “Thor. Love And Thunder”. Y viene siendo una buena vida que –como toda buena vida– no está exenta de malos o de aburridos momentos como la decepcionante “Black Widow” o la insoportable “Eternals”. Y, de acuerdo, luego de esa gran pseudodespedida que fue el díptico “Avengers. Infinity War” y “Avengers. Endgame” nada ha vuelto a ser como alguna vez fue y acaso fui. Y, hey, nada me cuesta confesar aquí que alcé mi puño en la oscuridad cuando por fin se escuchó ese “Avengers, assemble!” en los patrióticos labios de Steven “Steve” Grant Rogers, y que lloré como un crío (lloré como un Spider-Man) durante la escena de la muerte de Tony Stark, y que terminé de pie y aplaudiendo y gritando de felicidad. Desde entonces (tal vez sea uno de los síntomas de la pandemia o de la compulsión productiva de todo lo que contrae el virus expansivo de la Disney o la idea de que pronto no haremos otra cosa que live la vida streamin’) apenas me conmovió “WandaVision”, vi por inercia “The Falcon And The Winter Soldier”, me causó cierta gracia “Loki” (mérito exclusivo de Tom Hiddleston y de Owen Wilson), miré de reojo “What If...?” y apenas pasé de los primeros episodios de “Hawkeye”, “Moon Knight” y “Ms. Marvel”, aunque espero con cierta curiosidad el verdor empoderado de “She-Hulk”. Ayer leí que la Marvel ha anunciado el lanzamiento del primer Spider-Man gay coincidiendo con el mes del Orgullo –su nombre es Web-Weaver– y que su traje está inspirado en las altas costuras de Mugler & McQueen y...
... fatiga de materiales.
La vida es corta y hay una sola, más allá de lo que postule ese cada vez más complejo Metaverso en el que “The New Abnormal” de The Strokes es el mejor álbum grabado en mucho tiempo por un superhéroe conocido como Transformer y cuyo identidad secreta es la de un tal Lou Reed.
Y Rafa Nadal es X-Tennis-Man.
Y así estamos y así, todo parece indicarlo, estaremos por un largo tiempo. Todo se parece cada vez más a esas dimensiones alternativas cruzándose y repeliendose de la Marvel Comics. En Marvel nada termina y las dimensiones se confunden, los muertos viven, los buenos son malos, los freaks se multiplican, la materia se antimaterializa y los efectos especiales son cada vez mejores a la hora de construir destrucciones. Pero –he ahí lo que diferencia a la historieta de la Historia– en Marvelandia, D.C. todo lo hecho pedazos, entérense, se vuelve a armar para la siguiente entrega. Aquí, en cambio, Putin no tiene la pasión de Thanos y Trump no llega al Capitolio para sentir el anárquico gozo de Bane. Igualmente cuesta creerse del todo a las estrellas de la OTAN como Avengers o a Zelenski como un justiciero al que ya le pronostican biopic con Jeremy Brenner.
Y ya casi hay un nuevo Marvel-filme-serie por mes. Y la complejidad de sus cruces y caras, comparativamente, ya hacen lucir a las frondosas y enramadas genealogías dinásticas de J. R. R. Tolkien o de George R. R. Martin como minimalistas arbustos de Samuel Beckett. Años atrás, un sketch de “Saturday Night Live” (a partir del descomunal éxito de la adaptación cinematográfica de una línea muy secundaria de la Marvel como “Guardianes de la Galaxia”, cuya tercera entrega llegará el próximo mayo) se burlaba de que la Marvel pudiese llegar a producir una película sobre absolutamente cualquier cosa en cualquier parte devorando todo a su paso como el Tlön del relato de Borges.
Y mi pasado DC solo contaba con una Tierra 1 y una Tierra 2 (aunque cada vez que me atrevo a incursionar en Norma Comics veo que allí, también, ya todo es más complejo y que abundan las muertes y resurrecciones y el constante reboot). Lo de Marvel, en cambio, ya trasciende todo límite. Y, para muchos, este es el verdadero y cosmogónico logro de Stan Lee por encima de su “Marvel Method” en el que –como Walt Disney una vez establecida su firma– apenas insinuaba líneas argumentales para dar completa libertad creativa, nunca del todo reconocida, a sus dibujantes. Stan Lee se ocupaba, básicamente, de orquestar combinaciones, de los arreglos para juntar a Hulk con Silver Surfer, de ser un gran producer y potenciador del silvestre genio ajeno. Y parece ser (seguro que me equivoco y aquí vienen los expertos a lapidarme) que todo empieza con el universo de “Earth 616”; pero que después llegan el reiniciante “Ultimate”, el un poco cyberpunk “Marvel 2099”, el “Marvel Noir”, el “Marvel Zombie”, el “Bullet Points”, el “House Of M”, el “Age Of Apocalypse”, el “Mangaverse”, el “Larval Universe”... (Una ayudita para mis amigos: por ahí anda un/otro libro, “All Of The Marvels. A Journey To The Biggest Story Ever Told”, de Douglas Wolk, en el que su autor se leyó el más de medio millón de páginas en los 27.000 números y sumando de las revistas publicadas desde 1961 por la Marvel e intenta –y consigue– trazar un mapa/carta de navegación de todas las vías narrativas y presentarlas como algo coherente y hasta iluminador y que, por momentos, recuerda tanto a Laurence Sterne como a Thomas Pynchon).
Y ante tanto superhéroe suelto, se dejan oír voces disonantes. Martin Scorsese acusó a las películas de la Marvel de algo que “no es cine sino que está más cerca del parque de diversiones”. Alan Moore alertó en cuanto a que los “los superhéroes son una catástrofe cultural”; y que el entusiasmo por todo este asunto de “abrazar sin ambages personajes infantiles de mediados del siglo XX denota una retirada de las abrumadoras complejidades de la existencia moderna. Nada me resulta más inquietante que descubrir que el público de los filmes de superhéroes esté compuesto en su mayoría por adultos de entre 30 y 50 años intentando memorizar los vastos y vacuos universos de la Marvel o de la DC Comics cuando deberían estar ocupándose de su propia historia. Todos apuntándose a ver personajes creados hace más de medio siglo para entretener a niños. Odio a los superhéroes. Son abominaciones de nuestra mente”. Algo parecido afirmó en su momento el profundamente superficial Alejandro “Birdman” González Iñárritu cuando explicó que los superhéroes y sus películas “no me gustan desde un punto de vista filosófico” y que siempre “han sido veneno, un genocidio cultural; porque la audiencia queda sobreexpuesta al complot, las explosiones, y esa mierda no significa nada acerca de la experiencia del ser humano”. Lo que, enseguida, provocó contraataque de Robert Downey Jr.: “Mire, yo lo respeto. Creo que para un hombre cuya lengua nativa es el español, ser capaz de armar una frase como ‘genocidio cultural’ habla de lo brillante que es”. Pero lo que no entienden ni Scorsese ni Moore ni Iñárritu es que, en la oscuridad, adormecido por las peleas entre colosos, resulta gratificante intentar dilucidar los vínculos secretos entre S.H.I.E.L.D e Hydra. Algo tanto más placentero que, ahí fuera, verse obligado a comprender un mundo donde se padecen desdibujadas batallitas entre PSOE y Podemos y...
Sobre el final de su saga –sobreviviendo a Ditko y a Kirby para tener la última palabra; ya no tan decisivo en el producto, pero aun así imprescindible (en)mascarón de proa de lo que ya no es del todo suyo; sobreactuando el rol crepuscular que también tuvo el postrero Hugh Hefner en el Mondo Playboy–, Stan Lee parece tan resignado a su decadencia como satisfecho de su cima mientras a su alrededor aletean los buitres y albatros más que dispuestos a disputarse todo lo disputable.
En las últimas páginas de “Verdadero creyente”, Riesman entrevista al treintañero Jonathan Bolerjack (uno de los miembros más cercanos del círculo íntimo de Lee) y este le confía que, antes del adiós, Stan Lee “se dedicó a hacer lo que quería todos los días. Que tampoco era mucho. No le apetecía hacer gran cosa. Eso es lo que quería: no hacer nada, sentarse a pensar, charlar, descansar y dormir. Lo que querría cualquier persona de 95 años... A todo el que me pregunta, le digo que murió sintiéndose libre”.
Pero, también, aun así, prisionero del saber que acabó siendo otro, diferente a lo que soñó ser. Una mutación del gen y genio original, con poderes sobrehumanos pero a la vez atormentado por la sospecha de la humanidad perdida y de los pecados y engaños para permanecer allí arriba, en lo más alto, Rey del Multiverso. Porque una vez, cuando le preguntaron por qué había cambiado su nombre, respondió: “Me puse Stan Lee porque yo siempre pensé que acabaría escribiendo la Gran Novela Americana y no quería ensuciar mi verdadero nombre firmando esos vulgares cómics... No puedo entender a las personas que leen cómics. Yo no les dedicaría ni un segundo de mi vida de no verme obligado a hacerlo porque ese es mi negocio”.
Excelsior! en efecto.
O algo así y todo eso.
Hoy es martes y mis entradas para “Thor. Love And Thunder” son recién para el sábado y ya me estoy entrenando para aguantar esos kilométricos créditos finales para ver una o dos pequeñas escenas que me darán alguna pista de cómo seguirá aquello a seguir mientras, a este lado del Metaverso, no tenemos la menor idea de que pasará con las nuevas variantes del COVID, con la guerra en Ucrania, con el gas y la electricidad del próximo invierno y todo lo demás también que, ya se sabe, es ruido y furia sin sentido alguno y contado por un idiota.
Y Stan Lee fue muchas cosas pero no un idiota, aunque es una lástima que acabe dando tanta pena. Y que se, además se lo y la merezca.
Pero después de todo y antes que nada, Stan Lee fue un verdadero creyente en sí mismo y en su americana grandeza de novela y de cine y, antes que nada y después de todo, de cómic. ∎