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stoy releyendo a Murakami”. Esto es lo que respondo cuando me preguntan cómo estoy y qué estoy haciendo. Y respondo así porque esta respuesta me funciona –eficiente e indistintamente– para contestar ambas preguntas: el qué y el cómo. Porque leer (y releer) a Murakami –porque consumir murakamina– es tanto acción intelectual y física como estado mental y existencial.
Así, días atrás, entré al cine en los altos de Barcelona y lo que iba a ver es la muy celebrada y premiada “Drive My Car” de Ryūsuke Hamaguchi. Pero no fui a verla ni por el director ni por las estatuillas y trofeos. Iba a verla porque ya la leí: “Drive My Car” es un más o menos el libre tuneado-resultado del cambio de marchas de tres relatos incluidos (el homónimo más destellos de “Kino” y de “Scherezade”) en “Hombres sin mujeres” (2014). Título hemingwayano para libro de cuentos de Haruki Murakami que –en combo con esa tan astuta como sentida reescritura “para adultos” del ya clásico “Madera noruega” que es “Al sur de la frontera, al oeste del sol” (1992)– es uno de los que más me ha gustado del autor de quien he leído todo lo que anda dando vueltas por ahí.
Y entré sabiendo que serían tres horas de murakamina en vena de ojo: droga de efectos opiáceos que parece destilar en cada una de sus letras este japonés nacido en Kioto en 1949, pero ya considerado universal por haber conseguido esa rara hazaña (y en más de una ocasión, con el tiempo, contraproducente y autosaboteadora y afectada pose por auto-adicción-sobredosis a lo propio) que es haber convertido su apellido en adjetivo. Y siempre tengo la misma duda: ¿su apellido es Haruki o es Murakami?
Y ahí estaba yo, flotando en una nube hurakista o murakamiana, y ya todo me daba igual. Y, mientras veía, también tenía a mano de mi memoria el recuerdo gracioso pero tan observador –y, a su manera, implacablemente crítico– “Bingo Murakami” que el ilustrador Grant Snider publicó hace unos años en ‘The New York Times’. Allí, en una sucesión de 25 casillas, se enumeraban las constantes temáticas –motivaciones, tics, taras y trucos– en la obra del japonés.
A saber: (1) Mujer misteriosa, (2) Fetiche con las orejas, (3) Pozo seco, (4) Algo que desaparece, (5) Sensación de ser seguido por alguien, (6) Llamada telefónica inesperada, (7) Gatos, (8) Viejo disco de jazz, (9) Depresión o aburrimiento urbano, (10) Poderes sobrenaturales, (11) Correr, (12) Pasadizo secreto, (13) Espacio libre, (14) Estación de trenes, (15) Flashback histórico, (16) Adolescente precoz, (17) Cocinar, (18) Hablarle a los gatos, (19) Mundos paralelos, (20) Sexo fuera de lo común, (21) Portada diseñada por Chip Kidd, (22) Tokio por la noche, (23) Nombre inusual, (24) Villano sin rostro y (25) Gatos que desaparecen.
Y lo cierto es que no hay casi nada de lo anterior en lo de Ryūsuke Hamaguchi, que, vista ahora, pienso, es casi versión alternativa y en sentido contrario de “Lost In Translation” (2003) de Sofia Coppola. Pero, étnicamente, el procedimiento y su proceder están más cerca de “Burning”: película de 2018 del surcoreano Lee Chang-dong que “adapta” otro relato de Murakami: “Quemar graneros”, con título faulkneriano, apenas un puñado de páginas que Chang-dong expandió y cambió y modificó y amplió muy libremente hasta las dos horas y media (y es sabido que una de las propiedades de la murakamina es la muy lenta aceleración del espacio-tiempo; así que todo o.k.) sin por eso renunciar a ese perfume, a esa atmósfera enrarecida pero a la vez potenciada del original.
En “Drive My Car” y en “Drive My Car” un actor/director de teatro viudo –a punto Chéjov y con salsa Beckett– intenta esclarecer, lealmente, el enigma de su infiel amor con una formidable chófer como única testiga y, ah, afortunadamente Netflix aún no ha puesto sus sucias manos sobre el Murakami de las novelas XXX-L.
Pero la verdad que en esta ocasión estoy más atento y (pre)ocupado por detectar casillero que no figura en lo de Snider: cuántas menciones hay en “Drive My Car” a camisetas, a t-shirts con estampados diversos y colores surtidos.
Me explico. Semanas atrás entré a mi librería de cabecera (me quedaban muy pocas páginas del pandémico-distópico y formidable “How High We Go In The Dark” de Sequoia Nagamatsu, futura súper-lit-estrella planetaria y, recuerden, aquí lo leyeron primero). Y allí, sin esperarlo ni buscarlo, me encontré con un nuevo espécimen de Haruki Murakami. Un espécimen raro. Pequeño y casi cuadrado y editado por Knopf: “Murakami T. The T-Shirts I Love”. Y –Danger!, Danger?– el nombre como parte del título. Y todo el asunto (menos de 200 páginas, letra grande, muchas fotografías y, sí, gran diseño de portada del gran Chip Kidd) no era más ni menos que una suerte de repaso/catálogo menos o más raisoneé del propio autor dedicado a su colección de camisetas advirtiendo, desde el prólogo, que él no es muy proclive a coleccionar cosas, pero que, involuntariamente, las cosas se le acumulan: discos, libros (no muchos, Murakami dice que se desprende de la mayoría una vez leídos), lápices, etc. Pero que cuando la revista japonesa ‘Casa BRUTUS’ le hizo un reportaje acerca de sus montañas de vinilos de jazz, al pasar, Murakami mencionó que, además de LPs, lo que más tenía eran camisetas. El periodista le preguntó si no había pensado en escribir acerca de eso y el escritor le contestó que no, pero, claro, ahora sí lo pensaba. Y nada se pierde, todo se transforma y se comercializa cuando tu nombre es marca. Y así serie de columnas para la revista de moda también japonesa ‘Popeye’. Y de ahí a este libro (donde Murakami explica que su favorita entre todas sus t-shirts es una que compró hace mucho en Maui por un dólar, con el nombre Tony Takitani, y que entonces se preguntó quién podría llamarse así y se respondió escribiendo un relato, un cuento que se cuenta entre sus mejores cuentos y que luego, también, fue película) y, además, a línea de ocho t-shirts diseñadas para la tienda Uniqlo por el propio Murakami. Allí, poniendo y sacando pecho, estampados con gatos, pájaros, discos, hombres en barras de bar. Y la favorita entre todas que busqué en la sucursal Barcelona de la tienda y donde me dicen que no la tienen: que esa no es de ellos, que no es “oficial” ni “autorizada”. Una donde –en el centro de otra cuadrícula bingo-murakamiana– se lee cita advirtiendo que “Todos somos un tanto raros y retorcidos y nos estamos ahogando”.
Y, murakamianamente, me gusta pensar que todo lo anterior sucedía en el momento exacto en que Murakami, en su programa de radio, en Tokio, escogía y emitía canciones añejas pero siempre vigentes del género folk-protest bajo el título de “Música para terminar una guerra”. Allí también, por supuesto, estaba incluida la más pacificada que pacifista “Imagine”.
Y, claro, yo siempre pensé que jamás tendría dudas a la hora de darle una oportunidad al comprar un libro de Murakami. Pero, de pronto, las había. Porque, me dije, ¿no era un poco demasiado esto del libro de Murakami en camiseta? ¿No se había pasado un poco el hombre? Una cosa era un ensayo sobre correr, pero otra cosa era un ensayo sobre las camisetas que se ponía para correr, ¿no? Lo ojeé/hojeé y, sí, el librito (además de apelar a mi pulsión/compulsión completista y a mi necesidad constante de nueva dosis) tenía su gracia. Y había allí dentro –fotografiadas– camisetas de R.E.M. y de Francis Scott Fitzgerald y de Trump (que proclama un “Donald, eres un pendejo”) y de Cthulhu (“que nunca me pongo porque llamaría demasiado la atención”, se excusaba Murakami). Y de muchas cervezas y de superhéroes y una donde se leía “I Put Ketchup In My Ketchup”. Y otra donde se lee “Got Books?” y, por supuesto, una más donde se sugiere/ordena un “Keep Calm And Read Murakami”. Y, sí, varias de autos, pero ninguna del auto que actúa en “Drive My Car” (o al menos eso creo: poco y nada sé de automóviles). Y, claro, yo sentía tanta curiosidad por, con calma, leer lo que Murakami pensaba y escribía en papel acerca de todo ese algodón.
Entonces tuve una idea, una idea digna de cuento de Murakami: llamé a un amigo (también fan de Murakami) y le comenté la novedad y, viendo que él también dudaba en cuanto a la compra, le dije: “Te propongo algo: tú me lo regalas y yo te lo regalo”.
Y así esperé a mi amigo en la librería.
Y mi amigo llegó.
Y ambos pagamos nuestros mutuos rescates y se hizo el intercambio de rehenes.
Y es que ahora lo de afuera –la mal llamada realidad– es tan pero tan poco murakamiano. Así que, días después, al salir de ver y de ser llevado (nunca aprendí a conducir) por “Drive My Car”, volví rápido a casa para seguir leyendo y huyendo. Y me acordé de algo. Y lo busqué y lo encontré: una página subrayada en “Hombres sin mujeres”. Allí, Murakami se refiere a las personas que “están convencidas de que viven de un modo totalmente natural y honesto, sin trampas ni máscaras. Y cuando, por algún capricho del destino, un rayo de luz especial procedente de alguna parte se filtra e incide sobre lo artificial o antinatural de su comportamiento, la situación adopta a veces un cariz trágico y, otras, cómico”. Y concluía Murakami: “Por supuesto, también existen numerosas personas afortunadas (no puede expresarse de otra manera) que mueren sin llegar a ver esa luz o que, pese a verla, no les afecta”.
Y me dije –y quise y necesité convencerme– de que si yo fui alguna vez así, si ya no lo soy. Y que por fin he sido fulminado por un rayo de luz. Y que es una luz verde orgásmica y futura. Y que ahora sí voy a hacer eso (voy a sacar fuera) eso que llevo dentro desde hace tanto y como un tumor a extirpar.
De no ser así, me prometo, voy a quemar algo.
Algo que tal vez sea pequeño y no importa que así sea; porque lo que importa es el tamaño del fuego y no el de lo que arde.
Mientras tanto y hasta entonces, si me preguntan, ya saben: estoy releyendo a Murakami. Y se sabe: si uno lee mucho a Murakami, finalmente es Murakami quien escribe a uno. Y lo droga. Y este es mi Gran Momento Murakami que me sucedió a mí (no es autoficción, no es drive my fiction), pero le adjudiqué al personaje de un libro mío: “La parte recordada” (2019). Por lo que aquí –por unas líneas, efectos secundarios de la murakamina– espero que se me perdone la cita y el paso de primera a tercera persona:
¿Volvería alguna vez a Japón? Andy Warhol había postulado aquello de que en el futuro todos serían famosos por quince minutos: fracción temporal que había mutado, cortesía de las redes sociales, a un ahora todos serán famosos para un mínimo de quince personas. Pero lo cierto es que en Japón, contradictaminaba él, todos pero absolutamente todos tenían un club de fans aunque no lo supiesen.
Y en Tokio –durante una tormenta de mosquitos peligrosos, los jardines del palacio del Emperador cerrados a los visitantes por temor a epidemias de esas que por entonces ya se conocían– había visitado esa estación de metro. La estación Shinjuku de la Chuo Line: la línea favorita de los suicidas que acaso entendían el suicidio como un superpoder a utilizar una única vez en la vida y en la muerte. Pero el trazado curvo de esa estación impedía el poner esas puertas/barricadas para evitar a los saltarines. Así, estación en la que, como forma de protección casi mágica, las paredes habían sido recubiertas de espejos para que los muy deprimidos o muy eufóricos se contemplasen allí y recapacitasen un poco antes de tomar esa definitiva decisión. Aunque él había pensado en que si verse así y ahí, reflejados en toda su derrota o desesperación, no podía sino conseguir otro efecto que el de terminar de convencer, de reafirmarlos en la idea de que ya nada tenía sentido salvo dar un paso al frente y abajo. Y, allí, en el borde del andén, él había puesto cara de suicida –cara que le salía cada vez mejor– y había inclinado ligera y reverencialmente su cuerpo, para ver si los otros pasajeros lo miraban preocupados o se ponían nerviosos o lo miraban de costado. Y en Japón los sushi-chefs sí lo miraban fijo primero –como si le diagnosticasen las necesidades de su apetito y paladar– y le servían nada más y nada menos que lo que ellos querían servirle y se negaban a volver a prepararle algo que a él le había gustado mucho. Y hasta había conversado con un gato que le maulló en japonés y, por lo tanto, no entendió nada de lo que le dijo, pero estaba seguro de que algo muy importante le había dicho. Probablemente le había explicado el para él inexplicable misterio de por qué en todos sus dibujos animados y cómics manga los japoneses tenían los ojos tan redondos y tan abiertos. Y en Tokio él había experimentado un terremoto en una oscilante librería en el piso dieciséis de un edificio. Librería y edificio de los que había sido evacuado entre risitas y reverencias por las escaleras mientras él corría y bajaba pensando en que su vida era un sismo que no dejaba de replicarle. Y al llegar a la calle descubrió que llevaba un libro en la mano, el libro que estaba mirando en el momento del sismo, un libro que no había pagado, y era un libro de Haruki Murakami en japonés (tenía curiosidad de ver cómo era uno) y pensó entonces en que, ah, no estaba seguro de que le conviniese a su salud mental el sentir que no había llegado de viaje a Japón, sino que en verdad se había ido a vivir a una novela de Haruki Murakami, pensó entonces.
Yo de regreso sin nunca haberme ido, como Murakami en sus libros.
Yo saliendo de ver “Drive My Car”. La película estuvo muy bien. Y, al salir –raro y retorcido y ahogado pero como flotando–, llovía mucho y la guerra no había terminado. Porque (parafraseando a Lennon, coautor de canción titulada “Drive My Car” que hoy McCartney reclama como más suya que de su copiloto; y, sí, Snider se olvidó de la casilla “Título de canción de The Beatles” en su “Bingo Murakami”) ninguno pero todos, luciendo feas y verdosas y monocordes t-shirts de combate, parece querer imaginar que así sea, para que así fuera, para que así haya sido.
Beep-Beep, Beep-Beep, Yeah.
Sayonara. ∎