ivimos, vampirizados, en un mundo de vampiros. Y no hace falta visitar la exposición “Vampiros: La evolución del mito” para comprobarlo. Vampiros por todas partes: Trump, Netflix, las redes sociales y, last but not least, la COVID-19. Fenómenos todos de naturaleza inexplicable buscando nuestros cuellos para alimentarse de nuestra sangre y, por qué no, también de nuestro sudor y lágrimas.
El problema es que no retroceden antes estacas y crucifijos y –ya está más que claro– aquellos que han asumido / usurpado el rol de Abraham van Helsing como “expertos” y “especialistas” no dan la talla a la hora de enfrentarse a la variedad de turno que, por desgracia, nada tiene del aristocrático romanticismo y la buena educación del Conde & Co.
De ahí que una visita a lo que se muestra y exhibe en CaixaForum Barcelona hasta el 31 de enero luego de su paso por Madrid (próxima escala Zaragoza, a partir del 26 de febrero) obsequie el más reconfortante de los escalofríos.
Aquí el vampiro no tiene ese pelo siempre al viento del nosferatu de la más dark Casa Blanca que se recuerde; o se plasme en el plasma de la eléctrica adicción de series que en más de una ocasión quedan inconclusas (o que, como en su reciente aproximación a Drácula, no se entienden muy bien del todo); o se manifieste con potencia invisible y multisintomática de un virus sin fronteras.
Aquí, por lo contrario, las elegancias de Lugosi & Lee, la histeria rocker del Lestat, las hormonas agitadas de los inexplicablemente escolarizados (¿habrá algo peor que estar condenados por toda la eternidad a ir al colegio secundario?) no-muertos de “Crepúsculo” o –mis favoritos más recientes– aquellos de “Solo los amantes sobreviven” de Jim Jarmusch con envidiable y novedoso superpoder: el estar capacitados a leer a través de las yemas de sus dedos a velocidad de vértigo.
En su último tramo –luego de tanto libro y póster y clip y cómic– la trama de la exposición ofrece un agradecible pero engañoso consuelo: una habitación con espejo en el que el visitante no se refleja acaso poseído por todo lo visto y bebido allí dentro. Pero no se trata de otra cosa que de un truco tan inspirado como sencillo: no es un espejo sino un cristal donde, al otro lado, se ha reconstruido, invertida, la habitación en la que estamos nosotros, allí, con nuestros rostros cubiertos con mascarillas que, se supone, neutralizan a las microscópicas criaturas de la noche y del día.
Así, la ilusión dura poco; porque salimos de allí y el sol no nos fulmina y –acaso lo más triste de todo– comprendemos que poco y nada tenemos que ver con la singular y personal individualidad del vampiro. Y que –puestos a monstrificarnos– estamos mucho pero mucho más cerca del zombi. ∎