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Por Alberto Richart→
21. 04. 2023
En su excelente cortometraje “Polvo somos” (2020), la directora Estibaliz Urresola Solaguren (Llodio, 1984) ponía en el centro del relato a una joven que volvía al núcleo familiar en el momento en que su abuelo fallece. Las tensiones entre ella y las mujeres de su entorno se agudizan cuando, en pleno duelo, la chica está convencida de que la funeraria ha tomado una sospechosa decisión por su cuenta con respecto al cuerpo del abuelo. De la rebeldía anecdótica a la trascendencia de aquello que se salta la norma, la protagonista debe lidiar con las distancias físicas y morales que la desmarcan del resto de mujeres de su familia.
Este nado a contracorriente también le sucede tanto a Ane (Patricia López Arnaiz) como a Lucía (la pequeña Sofía Otero, premiada en el Festival de Berlín), madre e hija en “20.000 especies de abejas” (2023), cuando se enfrentan a miradas ajenas. En su nueva película, Urresola traspasa otro viaje familiar desde la vida independiente en la ciudad a la compartición del mundo rural.
Aprovechando las vacaciones, Ane decide marcharse con sus hijos a la villa donde viven su madre y su tía apicultora, Lourdes (Ane Gabarain). Regresa con la intención de trabajar en el viejo taller de escultura de su padre para presentar un trabajo que podría cambiar su trayectoria profesional, pero también le sirve de cobijo después de una crisis de pareja. Lucía, por su parte, se pasa el verano acompañando a su tía a cuidar de las abejas o jugando en el río con una amiga. La gran preocupación de la niña, sin embargo, asoma cuando se mira en el espejo y no se reconoce de la misma manera que lo hacen las personas que la llaman Aitor.
Temas de identidad transexual y reconocimiento del cuerpo a la temprana edad de ocho años se desvelan en la ópera prima de Urresola con la misma naturalidad que define al reparto consolidado por las distintas generaciones de mujeres. No falta representación de conservadoras y liberales en el debate, pero la mayor de las veces la fotografía de Gina Ferrer se centra en las reacciones de Lucía en un mundo de adultos.
Un mundo, por cierto, desarrollado en plena naturaleza, donde Lucía no solo explora las condiciones físicas y sociales de su cuerpo, sino donde también puede dar rienda suelta a su curiosidad, en un lugar boscoso en el que todo está por descubrir. Circunscrita a esa “escuela Alcarràs” que define una nueva corriente del cine español, Urresola justifica su desplazamiento de la urbe al campo con la detallada mirada sobre las distintas disciplinas que remiten a una tradicional manualidad, unos cuidados personales y una identidad familiar. Por un lado, la escultura, con todas esas figuras anatómicas con las que tanto madre como hija se permiten moldear una vida sin géneros ni imposiciones sociales. Y por otro, la apicultura, donde los repetidos panales plasman la alegoría con un sistema patriarcal y tradicional, pero funcional.
Urresola traza con respeto las contradicciones sobre la aceptación de lo diferente en el seno familiar, pero también incorpora varios motivos intencionados que demarcan directamente una crítica social, educativa e incluso religiosa. La fe cristiana, presente de un modo u otro en la vida de la abuela y la tía de Lucía, pasa de puntillas sin calar demasiado sobre la identidad de la joven, quien decide elegir su propio imaginario divino y darle forma con el barro de su madre.
Conceptos como lo místico y lo tangible, igual que el género y el sexo, juegan en esta estudiada historia y establecen una serie de cuestiones a debatir en un momento tan oportuno como lo son estos tiempos de nuevas leyes sobre los derechos humanos. “20.000 especies de abejas” es una película lúcida, de una marcada vigencia sin buscar la pretenciosidad. Si bien su guion se antoja algo recargado y virado hacia el efectismo en su tramo final, la fuerza de las interpretaciones de cada una de las mujeres aquí retratadas, sumada a la de sus partícipes creadoras, llevan consigo el gusto por la narración en una airosa ligereza. ∎
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