Hubo un período no muy lejano en que el extrarradio de Hollywood era un páramo fértil transitado por francotiradores de puntería estable. Cineastas como Gus Van Sant, Robert Altman, David Lynch, Jim Jarmusch, Tom DiCillo, Alexandre Rockwell, Richard Linklater, Hal Hartley, John Singleton, Spike Lee, Larry Clark, Kevin Smith, Steven Soderbergh, Quentin Tarantino o Abel Ferrara conformaron una hermandad en los márgenes de la industria del cine norteamericano. Ese mismo terreno que, años antes, John Cassavetes había abonado como apóstol fundacional de un movimiento sin doctrinas, más allá de huir del imperativo comercial. Sin embargo, esa orden de directores ajena a los postulados mercantilistas –descarada respecto a la narración clásica– y de saboteadores de la estética digerible se fue marchitando con la llegada del nuevo milenio. Algunos, fagocitados por un Hollywood siempre con el cheque tendido al nuevo talento; otros, emigrados a la búsqueda de una libertad financiera y artística que empezaba a escasear en sus dominios; unos, enfrascados en otros menesteres menos absortos, y algunos pocos, haciendo de su resistencia a la industria un acto de compromiso autoral.
Una de las posibles causas que precipitaron esa escisión de la hornada triunfante del indie de las décadas de los ochenta y noventa al que costaría encontrar un relevo en condiciones en las sucesivas décadas fue la caída de Miramax. La productora creada por los hermanos Harvey y Bob Weinstein venía a ocupar ese espacio cinematográfico que no entraba en la consideración de los directivos de las majors. Tras su éxito, ligado en parte a la explosión de Quentin Tarantino como cineasta, el estudio fue adquirido por Disney en una segunda etapa marcada por el apego hacia la rentabilidad hollywoodiense, pero en la esfera del cine indie. El éxito en los Óscar de “Shakespeare enamorado” (John Madden, 1998) evidenció una nueva estrategia que culminó, después de varias desavenencias, en la venta de la compañía al gigante del ratón años antes de que Harvey Weinstein pasara al lado infame de la historia como uno de los personajes más repugnantes de todos los desenmascarados por el movimiento #MeToo. Esa vacante que dejó Miramax –sigue operando, pero ha perdido toda relevancia cultural– parece haberla ocupada en el siglo XXI la empresa que está a la vez en todas las partes.
El 20 de agosto de 2012, tres socios con dilatada experiencia en la industria del cine –David Fenkel (expresidente de Oscilloscope Productions, compañía que tenía como socio al fallecido Adam Yauch de Beastie Boys), Daniel Katz (ex de Summit Entertainment) y John Hodges (quien después abandonó el tinglado y ahora trabaja en Jax Media)– fundan en Nueva York una productora con la que abrir una compuerta hacia el circuito indie, cuyo caudal estaba seco. Lo hacen invirtiendo tanto en la producción de largometrajes, y luego en series, como en su distribución. Había nacido A24 Films, poco después conocida simplemente como A24.
El estatuto artístico de un frondoso catálogo que cuenta a día de hoy con algo más de un centenar de obras lo establece “Spring Breakers” (2012). El enfant terrible Harmony Korine encontró acomodo en el nuevo estudio para facturar un alocado thriller fluortópico que puso en aviso sobre el riesgo creativo que como productora estaban dispuestos a asumir. Fue tan solo la carta fundacional de un crecimiento vertiginoso que los ha convertido en una firma cuya cotización en bolsa supera los 3000 millones de dólares.
Su singladura de diez años deja un reguero de éxitos, muchas veces inesperados. “Hereditary” (Ari Aster, 2018), por ejemplo, se convirtió en uno de sus pelotazos más lucrativos con un beneficio neto de casi setenta millones de dólares. Aunque el gran salto, a nivel de popularidad, lo consiguen con el Óscar a la mejor película para “Moonlight” (Barry Jenkins, 2015) en esa gala del traspiés histórico de Faye Dunaway y Warren Beatty, los protagonistas de “Bonnie & Clyde” (Arthur Penn, 1967). Desde entonces, su crecimiento ha resultado exponencial, ampliado con la creación de una división televisiva abierta en 2017 y que ya atesora éxitos masivos como la serie “Euphoria” (Sam Levinson, 2019-).
Su fórmula de éxito ondea las fragancias de libertad de ese cine indie desmenuzado pero encarado hacia los vientos culturales predominantes y con una voluntad por alcanzar audiencias globales, especialmente las que se mueven en las franjas de la juventud. A24, a lo largo de estos años, ha conseguido lo más difícil: crear un sello por el cual el aficionado al séptimo arte no solo distinga sus propuestas (que, por lo general, se alejan del cine anquilosado del Hollywood franquiciado), sino que incluso profese fe ciega a cualquiera de sus producciones, indistintamente de la mano ejecutora que haya detrás del proyecto. Una poderosa identidad de marca, de convencidas filiaciones, en la que ha jugado un papel determinante su maquinaria de promoción. Desde potentes tráileres y una imagen en redes sociales fresca, humorística y accesible, hasta merchandising de sus filmes más conocidos o incluso fanzines, además de su apuesta decidida por ese trabajo de relaciones públicas y promoción tan esencial para inmiscuirse en la temporada de premios.
Dejando a un lado sus estrategias comerciales y de mercadotecnia, es innegable que la productora neoyorquina se ha ganado un espacio de reconocimiento entre la cinefilia por cuestiones relativas a lo artístico. Uno de sus puntos fuertes es haber ofrecido cobijo a autores que Hollywood hubiera rechazado o cuyo estilo hubiera directamente desguazado. A su vez, el buen olfato a la hora de fichar directores ha propiciado la irrupción de algunas de las carreras más estimulantes de la última década en suelo norteamericano. Es el caso de Ari Aster, a quien han acompañado en su desenvoltura como autor de género –en la citada “Hereditary” o en “Midsommar” (2019)– hasta esa última propuesta de signo más radical, sumamente anticomercial, que es “Beau tiene miedo” (2023). Sin salir de la marca del terror, un género que les ha dado abundantes dividendos, Robert Eggers se ha convertido en uno de los mejores activos con películas como “La bruja” (2015) y “El faro” (2019). Mismo porcentaje de valor podría adjudicarse a Alex Garland, guionista con amplia experiencia que se convirtió en adalid de la ciencia ficción contemporánea con su ópera prima como realizador: “Ex Machina” (2015). A estos nuevos nombres se pueden sumar los talentosos hermanos Josh y Benny Safdie o David Lowery, otro autor independiente desarrollado bajo su paraguas: facturó una variación romántica minimalista del relato de fantasmas en la hermosa “A Ghost Story” (2016). También a Ti West como nuevo referente del terror pulp, el descubrimiento del menos conocido Trey Edward Shults o la consagración de los nuevos niños mimados, Daniel Kwan y Daniel Scheinert, los gamberros Daniels.
Paralelamente, A24 ha cuidado su ligazón con figuras contrastadas y reconocidas que ya llevaban tiempo desempeñando su propia personalidad y que, con la eclosión de la compañía, han encontrado un aliado fiable para afrontar las desventuras de la financiación. En este grupúsculo entrarían nombres como el de Sean Baker con la fabulosa “The Florida Project” (2017) y con “Red Rocket” (2022), el mentado Harmony Korine o un Darren Aronofsky que ha alumbrado con ellos la oscarizada “La ballena” (2022), con premio dorado para Brendan Fraser. Sofia Coppola es otra de sus bazas más prominentes –ultiman con ella la llegada de una nueva película: el biopic “Priscilla” sobre la esposa de Elvis Presley–, como también lo son la siempre fiable Kelly Reichardt, las no menos solventes realizadoras británicas Joanna Hogg o Andrea Arnold, el neoyorquino Noah Baumbach y su pareja sentimental Greta Gerwig o veteranos del indie como Joel Coen y el gran Paul Schrader, quien rodó bajo su techo “El reverendo” (2017), primera parte de su trilogía bressoniana sobre la redención.

“Spring Breakers”
(Harmony Korine, 2012)
La constitución de A24 llegó por la vía autocrática del vandálico Harmony Korine, con su fantasía inundada de neón, juergas universitarias en Florida, drogas, armas, sexo y EDM. Secuencias delirantes con James Franco y su gang femenina practicando una versión de “Everytime” (Britney Spears) reforzaron cierta aureola de culto para un thriller de recibimiento inusitadamente amplio, teniendo en cuenta la radicalidad que lo atravesaba.

“Moonlight”
(Barry Jenkins, 2016)
La notoriedad global le llegó a A24 con el impulso que propició el Óscar a la mejor película, que arrebató a “La ciudad de las estrellas. La La Land” (Damien Chazelle, 2016), con ojo de halcón incluido en la ceremonia de entrega. Pero en realidad esa recordada edición de los premios escenificó una vieja dialéctica entre dos nuevos autores que representaban, desde sus distintas trincheras, dos formas de practicar cine, pero una sola forma de entenderlo: articulando la obra a través de una voz personal y genuina. La de Barry Jenkins, auspiciada por la productora desde los márgenes, narraba un relato de Tarell Alvin McCraney sobre la identidad y el autodescubrimiento en un entorno de hostilidad y dureza propio del gueto afroamericano, pero iluminado con una sensibilidad poética, más europea y asiática que propiamente del cine estadounidense.

“Good Time”
(Josh y Benny Safdie, 2017)
Otro de los logros de A24 que debería computar en su cotización empresarial es el de haber empujado a dos de los especímenes más interesantes del último cine indie. Los hermanos Safdie ampliaron su proyección como directores con este drama criminal de dos hermanos –interpretados por unos sobresalientes Robert Pattinson y el propio Benny Safdie– abocados al infierno de las nuevas “malas calles” neoyorquinas –de Hell’s Kitchen a Queens y Coney Island– durante su desesperada huida hacia ninguna parte. Fogonazos noir estruendosos y la envolvente partitura de Oneohtrix Point Never sobre esas desdichadas malas hierbas que nunca dejarán de crecer sobre el asfalto neoyorquino. La fraternal pareja de directores remató su colaboración con A24 con la no menos taquicárdica y contundente “Diamantes en bruto” (2019).

“Hereditary”
(Ari Aster, 2018)
Película fundamental para entender el salto cualitativo y empresarial de la productora y distribuidora. Ari Aster adquirió una participación en la cultura audiovisual global gracias a este artefacto de terror de tremendos latigazos corporales. Una ópera prima que sacudió –con algunas secuencias estremecedoras– los registros de terror para convertirse en un clásico instantáneo en su género.

“Todo a la vez en todas partes”
(Daniel Kwan y Daniel Scheinert, 2022)
La película que arrasó con todo y en todas partes la pasada campaña fue también la confirmación oficial del talento visual de unos Daniels forjados en la cantera del videoclip que, con su primera obra, la disparatada “Swiss Army Man” (2016), ya entraron a formar parte de la escudería que ocupa este espacio digital. De algún modo su estilo irreverente, delirante, escatológico e hilarante ha conquistado las plateas planetarias pese a ciertas reservas de la crítica especializada.

“Aftersun”
(Charlotte Wells, 2022)
Diametralmente alejada a la propuesta de arriba, el filme británico supuso el bautizo de un talento refulgente. Charlotte Wells se presentó como directora a seguir mediante un visionado de irreversible impacto dramático. Un relato de tintes autobiográficos en el que la cotidianidad trivial de una estancia estival de un padre y su hija va dejando paso a las sacudidas de la memoria y los vórtices de la nostalgia como conductos para descifrar una relación paternofilial llena de sombras e interrogantes. Las mismas que se revelaban a fuego lento hasta un sobrecogedor clímax, capaz incluso de cambiar la apreciación sobre una canción pop reincidente.

“Euphoria”
(Sam Levinson, 2019-)
La serie más influyente del último lustro, con permiso de “Succession” (Jesse Armstrong, 2018-2023). De alcance intergeneracional, referente estético –esa impronta de película Kodak y su caligrafía cinematográfica ha sido una fuente recurrida para la última ficción– y notoria raigambre en la cultura popular, está producida por A24 y operada en lo creativo por Sam Levinson. Propone un acercamiento exclamativo a una generación Z abocada al nihilismo, las adicciones y el sexo banal entrelazado con relaciones tóxicas y líquidas. El drama de instituto elevado a tragedia nacional. ∎