“Anhell69” (2022; se estrena hoy en España), la ópera prima del colombiano Theo Montoya, es como una casa encantada. Encantada por el fantasma de su proyecto anterior, nunca iniciado: una película de terror en la que Medellín es tomada por espíritus y por los “espectrofílicos” que tienen sexo con ellos. Encantada también por Camilo Najar, su actor protagonista, muerto de una sobredosis a los 21 años sin siquiera saber que había conseguido el papel. Ambas ausencias se presentan mediante el metraje de un casting para dicha película, en que el cineasta entrevista a sus amigos, Najar entre ellos, preguntándoles sobre cuestiones como el sexo o la muerte –todos ellos son jóvenes queer, muchos de ellos huérfanos de padre–. La narración en off de Montoya hilvana las distintas respuestas con su vida reciente, atravesada por impulsos creativos frustrados, por tragedias personales y por el convulso panorama social y político en Colombia, un país dividido entre la esperanza en el proceso de paz con las FARC y la rabia sublimada en las protestas contra el gobierno de Iván Duque. El registro documental de estos eventos convive con imágenes más propias de una pesadilla o un futuro distópico; porque “Anhell69” atraviesa constantemente la frontera entre lo real y lo alucinado, entre la elegía y el exorcismo, al son de una cumbia fúnebre.
Montoya nos cuenta su historia metido en un ataúd, que recorre la ciudad a bordo de un coche conducido por Víctor Gaviria, director del clásico nacional “Rodrigo D. No futuro” (1990), uno de los referentes cinematográficos de la película: su crudeza y compromiso reverberan en este autorretrato de sujetos marginales que navegan por una sociedad triste, en la que el hedonismo deviene única vía de escape ante la injusticia y la miseria imperantes. No obstante, opino que es más pertinente e interesante la analogía con “P3ND3JO5” (2013), del argentino Raúl Perrone, otra película que invoca al fantasma como metáfora de la liminalidad de la juventud contemporánea, atrapada entre una infancia ya clausurada y una adultez vedada por la precariedad y las tensiones intergeneracionales. Ambas cintas comparten una atmósfera entre melancólica e intoxicada y cierta tendencia al malditismo, pero, sobre todo, el uso ingenioso de un motivo musical, el loop o bucle, como fuerza que cancela el avance del relato, situando la acción en un aquí y ahora perpetuos, ese “no futuro” punk que el filme de Gaviria ya referenciaba hace más de treinta años.