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Clint Eastwood rompe nuevamente su retiro como actor y vuelve a colocarse delante y detrás de la cámara en “Cry Macho”, una de esas películas que solo podría hacer él, o que solo podemos creernos en su voz y porte. Pero a diferencia de otras de sus obras crepusculares, en esta ocasión el reflejo del viejo cowboy resulta decadente.
“Cry Macho” (2021) empieza con Clint Eastwood aminorando, dando un plano detalle de la mano anciana que se posa en el cambio de marchas porque vienen curvas, que pueden ser las de la felicidad que emana de lo que ha sido una vida plena o las de estar pensando en detener el vehículo.
En las películas de Eastwood siempre se ha ido mucho en coche. Ahí están “Ruta suicida” (1977), “El aventurero de medianoche” (1982) o “Un mundo perfecto” (1993) . La metáfora de hacer camino al andar le ha sido golosa al director, al que ahora le encuentro otro vínculo con la “Odisea” más allá del viaje iniciático, y es aquello de que Sergio Leone, uno de sus mentores artísticos y primer responsable de darle pátina de icono, siempre sostuvo que el wéstern lo había inventado Homero.
A Eastwood le había enseñado a montar a caballo su abuela, que tenía un rancho, cuando él era niño, aunque más tarde se descubrió alérgico al pelo de los animales. A hacer cine aprendió de Leone y de Don Siegel, que hizo de él “Harry el sucio” (1971); un personaje que, pese a estar escrito y dirigido por demócratas libres de toda sospecha, mereció acusaciones de fascismo desde tribunas sin comprensión para la sátira que solicitaban a la ficción responsabilidades civiles.
Fue trabajando en España con el italiano Leone cuando Eastwood empezó a pensar en dirigir sus propias películas. Rodaban aquí abajo la “trilogía del dólar” y se cuenta que el actor acostumbraba a hacerse el dormido. Para que nadie le molestase, se echaba el sombrero sobre los ojos y tal vez cavilaba títulos futuros como “Infierno de cobardes” (1973) o “El jinete pálido” (1985), wésterns magníficos que un día iban a consagrar a un director que ya en su debut, “Escalofrío en la noche” (1971), daría pruebas de un talento notable tras la cámara.
En los años 80, mientras su vida privada era un desgobierno lúbrico abundante en cuernos, abortos, hijos ilegítimos y dramas de alcoba, Eastwood intuyó qué fácil era, entonces como ahora, estar en misa y repicando. Y se invistió de aliado feminista y empezó a repartir discursos plúmbeos sobre la sensibilidad como cualidad inherente a la masculinidad, a la vez que descalificaba al macho rudo que en su agresividad no hacía más que delatarse animalillo débil e inseguro. Luego sería alcalde.
De aquel oportunismo, aquí nos llegaba apenas un rumor de fondo. Nuestra admiración permanecía fundada en la idea de un hombre que sabía estarse callado. Que se declarase libertario y votase republicano tampoco era cosa nuestra.
Dejé de seguir el cine de Eastwood en “Gran Torino” (2008), donde abrió la veda de su penitencia. Miento, dejó de interesarme antes, en aquel melodrama de una boxeadora que nunca he visto. Previamente había firmado algunas pelis sobre la madurez, cayéndose del caballo en la catedralicia “Sin perdón” (1992) –que en su día hubo quien tomó como despedida–, de galán otoñal en “Los puentes de Madison” (1995), un folletín que en su momento nos pareció muy grato pero que no hemos vuelto a ver porque de algún modo nunca nos ha apetecido, o de astronauta veterano en la ya olvidada “Space Cowboys” (2000). Incluso antes, mucho antes, trató el asunto en aquella “Primavera en otoño” (1973) de la que nunca se habla.
Ahora, su nueva película se adscribe a esa parcela achacosa de su filmografía, si bien “Cry Macho”, que es un poco cine de carretera y un poco wéstern pochado, no ofrece meditación alguna sobre el paso del tiempo y se limita a un relato arquetípico y un tanto ridículo en su afectación “usamericana”. En él viajamos a un México rancio que es también paraíso y útero, como lo ha sido México en tantos wésterns, un lugar de madres y putas pero en esta ocasión ausentes, al menos las segundas, y donde un personaje ya liberado de su libido decidirá hacer parada y fonda. Su remanente de energía masculina lo deposita Eastwood en un gallo de pelea y en algunos caballos por domar que trotan en su cercado crines al viento, pero la vejez no es más que contingencia en “Cry Macho”, una película insulsa que apenas responde a esa voluntad de claudicación varonil que cierta prensa ha querido destacar en ella, tal vez llevada por el título y por las trazas pedagógicas que contiene, más propias de un telefilme de sobremesa.
A principios de los 80, Eastwood se sometió a un programa de salud llamado “Life Extensions”. Un par de charlatanes, físicos y químicos, que ofrecían la posibilidad de vivir hasta los ciento cincuenta años con las facultades físicas y mentales de un adulto en la flor de la vida. Chutes de nutrientes y antioxidantes, cócteles de vitaminas, medicina preventiva y un larguísimo etcétera de sustancias para la demora del envejecimiento. Mierdas de Hollywood. Mil años después, Clint Eastwood sigue siendo el Clint Eastwood de “El seductor” (Don Siegel, 1971), aquella alegoría gótica donde un conciliábulo de brujas se rifaba al hombre. Al menos en lo fundamental. Porque “Cry Macho” se cuida de no cuestionar los estereotipos de aquello que en tiempos llamábamos “cine viril”, que al fin y al cabo no era más que un cine romántico y afligido, exagerado y de poca amenaza, y en ella siguen siendo clave los principios de fortaleza y lealtad, de integridad y nobleza, que configuran ese ideal mitológico –y tan fotogénico– que todo hombre se desea.
A los 91 años, Eastwood sostiene su última y más bien penosa película en el hilo de su mera presencia, la figura larga y estoica que siempre definió a este viejo sucesor de Gary Cooper, tan duro como vulnerable, impasible pero sentimental, de sonrisa reservada pero naciente y luminosa en las distancias cortas. Un héroe encantador que además tocaba el piano. ∎