Película

Dialogando con la vida

Christophe Honoré

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Es probable que una de las grandes habilidades de Christophe Honoré sea la de inundar de ternura los dolores más íntimos del ser humano, aunque en “Dialogando con la vida” (2022, se estrena hoy en España) sea el rostro del debutante Paul Kircher el resorte capaz de sacudir nuestras emociones, de conmovernos profundamente cuando lo observamos tratando de manejar el duelo y la culpa por la muerte del padre en una edad en la que no debería haber lugar para el sentimiento de pérdida.

Dedicada a su progenitor, no cuesta adivinar que Honoré se ha inspirado en sus vivencias personales para trazar esta historia sobre un adolescente de 17 años y sus emociones al límite tras el deceso de su padre en un accidente de tráfico, máxime cuando en el arranque de la película –en un breve flashback que nos muestra a padre e hijo en un coche– identificamos al cineasta en el rol del adulto. Sea para exorcizar los recuerdos de un trauma adolescente, sea para modular una historia de iniciación, el duelo es aquí el arco narrativo que ayudará al joven Lucas a descubrir su lugar en el mundo. “Ahora es todo triste. Que el luto no te destruya”, le dice Quentin (Vincent Lacoste) a Lucas en calidad de hermano mayor, advirtiéndole, justamente, del aspecto catalizador de una experiencia tan turbulenta.

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“Me llamo Lucas y mi vida se ha convertido en un animal salvaje al que no me puedo acercar sin que me muerda. Todo en mi cabeza parece una amenaza”, dice el chico en los primeros compases de “Dialogando con la vida”, en una narración a ratos en off, a ratos insertada en clave confesional que puntuará el ritmo del relato. El fallecimiento del padre y un acontecimiento junto al progenitor marcarán las emociones del muchacho, quien, tras la reunión familiar y el funeral de rigor, viajará unos días a París junto a su hermano para tratar de evadirse de un dolor en el que intenta no reconocerse. Ahora que la vida ha cambiado con la irrupción de la muerte, azarosa e inexplicable, él ha decidido dejarlo todo atrás, no volver a ser el mismo.

La cámara se despega del chico en ocasiones contadas, para dar espacio al dolor de la madre, una Juliette Binoche espléndida en su fragilidad, o también para ir saltando de tiempo en tiempo, tratando de dar forma y orden a unas emociones agitadas y contradictorias, porque tal vez la fragmentación sea la verdadera lógica del duelo. En su primer tramo, caótico y temerario, ese dispositivo narrativo funciona a la perfección, y es una lástima que el segundo tramo de la cinta trate de reconducirse hacia un modelo mucho más convencional y complaciente.

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No obstante, es realmente emocionante cómo dibuja Honoré todo el arco del muchacho moldeando una paleta de colores por momentos muy sutil y en otros claramente simbólica. Si el azul es el tono del duelo –tanto el azul eléctrico como el nocturno–, el rosa, cárnico e inocente, ejerce de vehículo cromático del deseo. El erótico, el vital, el de la alegría. Honoré usa esos colores para marcar ciertas rimas entre secuencias –los dos encuentros sexuales de Lucas, primero con su “amante” del internado y, ya en París, con un estudiante desconocido–, pero también para definir a los personajes y sus sentimientos. No es casual que Lilio (Erwan Kepoa Falé), objeto de deseo del chico, vista con un jersey rosa en el encuentro que va a salvar al protagonista de sus demonios internos.

Tampoco es casual que Paul Kircher lograra la Concha de Plata en el Festival de San Sebastián 2022 a la mejor interpretación protagonista. Hijo de Jérôme Kircher e Irène Jacob, este efebo –que a ratos recuerdo al Tadzio de “Muerte en Venecia” (Luchino Visconti, 1971) y a ratos a un émulo angelical de Mick Jagger– encarna a la perfección la ambigüedad emocional de los 17 años años. Inestable, hipersensible, cándido, sufrido y atemorizado. Un animal salvaje en toda regla. ∎

Iniciación a la vida.
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