¿Es “The Holy Bible” (1994) de Manic Street Preachers un álbum político? ¿Lo son (políticos) los Radiohead posteriores a “The Bends” (1995)? El londinense
Dorian Lynskey afirma que sí: estos trabajos no están plagados de proclamas ni eslóganes, pero encapsulan, dice, toda la angustia de sus autores en la época en que se crearon. Su magma y su reflejo son políticos. Este es uno de los muchos argumentos que Lynskey –periodista de ‘The Guardian’, ‘The Big Issue’, ‘Spin’, ‘Q’ y otras muchas publicaciones– desarrolla en el voluminoso –más de novecientas páginas– y apasionante
“33 revoluciones por minuto. Historia de la canción protesta” (“33 Revolutions Per Minute. A History Of Protest Songs”, 2011; Malpaso, 2015), una historia de la canción protesta que abarca el arco temporal comprendido entre 1939 y 2008. El libro, aclaremos, se centra en el ámbito anglosajón (U.S.A. y el Reino Unido), con leves excepciones a otros territorios (el Chile de Víctor Jara, Jamaica, Nigeria).
Esta titánica tarea se divide en cinco apartados que se inauguran con Billie Holiday y “Strange Fruit”, la primera canción protesta que se coló en los salones del
show business. A partir de aquí, un trepidante viaje que refresca la memoria de, por ejemplo, Woody Guthrie y Pete Seeger, la renuncia de Bob Dylan a convertirse en “portavoz de una generación” y la rabia de Nina Simone y la semilla homicida que alumbró su “Mississippi Goddam”. La lucha por los derechos civiles en Norteamérica, el apartheid sudafricano, Vietnam y Bush, Thatcher y el punk, las riot grrrl y las
raves, la liberación gay y el ecologismo…: todas las pulsaciones sociopolíticas tuvieron su respuesta en pentagramas de soul y folk, de reggae y rock’n’roll, de country y pop, de hip hop y dance.
Lynskey recorre la trastienda de grandes éxitos –atención al supuesto hedonismo de Chic: Rodgers reivindica la clara intención política de su cancionero disco; y a la gestación de “Two Tribes” de Frankie Goes To Hollywood–, documenta hermosos y valientes fracasos –el capítulo dedicado a Crass–, se pasea por la protesta de estadio –U2, Live Aid…– y caravanas rojas –el Red Wedge antithatcheriano–, y señala con el dedo la ambigüedad de algunos manifiestos –el porqué de cómo el “Born In The U.S.A.” de Springsteen se malinterpretó y fue presa fácil de la derecha; el explosivo cóctel de radicalismo
black de Public Enemy–. Notas, anexos y listados de canciones completan un volumen que se devora con gusto, aunque la conclusión (¿está definitivamente desactivado el poder político de la música pop?) deje un saborcillo amargo. ∎