“Harvey” (2020; Anagrama, 2021) se sustenta en tres confusiones. La primera es un leitmotiv que hilvana el relato: Harvey, un productor de cine caído en desgracia y recluido en una casa en Connecticut, cree que su vecino es Don DeLillo, y trata de entablar contacto con él para proponerle realizar una adaptación de “Ruido blanco”, a pesar de que resulta evidente que no lo ha leído, mezclándolo en su cabeza con “El arco iris de gravedad” de Thomas Pynchon; dos ítems intercambiables, unidos simplemente por el caché de su prestigio intelectual. La segunda es el auténtico sustrato de esta novela breve, y define a Harvey como alguien incapaz de verse como lo que es: un depredador sexual. Por eso, aguarda la sentencia de un juicio por violación con el convencimiento de estar siendo víctima de un agravio, y la certeza (progresivamente resquebrajada) de que el fallo le será favorable, pues no hay culpa en sus acciones. La tercera, y definitiva, es la verosímil distorsión que Emma Cline (Sonoma, 1989) planta ante nuestros ojos. La autora solo le da a su protagonista un nombre de pila, porque sabe que los lectores lo completarán con el apellido “Weinstein”, aunque en la historia las imágenes reconocibles (el acusado acudiendo a un juzgado con aspecto cuidadosamente demacrado, ayudándose patéticamente con un andador) se mezclan con detalles apócrifos y pura fabulación ficcional.
El proceso no queda lejos del de “Las chicas” (2016), cuyas páginas no eran un documental, pero resonaban como una verdad. Pero si entre Charles Manson, los asesinatos Tate-LaBianca y su eco novelado mediaba casi medio siglo, el puñado de meses que separan la mecha que prendió el movimiento #MeToo y la aparición de “Harvey” (que amplía el relato “White Noise”, publicado en ‘The New Yorker’ en junio del año pasado) muestra cómo la mirada de Cline se instala en el presente sin abandonar la cercanía de lo abyecto. Este ejercicio de empatía helada imagina a Harvey/Weinstein en una jaula de privilegios; confinado, rumiante y a la deriva como el alter ego de Dominique Strauss-Khan que Abel Ferrara y Gérard Depardieu retrataron en “Welcome To New York” (2014). Y las inagotables provisiones de arrogancia necia con que justifica una vida basada en negar a los y las demás el derecho a un espacio mental y físico propio –“Y, al final, la otra persona no podía hacer más que ocupar la realidad que él había creado”– recuerdan a las argumentaciones del magnate cinematográfico que Virginie Despentes convirtió en villano de la trilogía “Vernon Subutex” (2016-2018) y personificación de los males del mundo contemporáneo.
Por todo ello, la inmersión en la mente del monstruo que efectúa “Harvey” es necesariamente breve. Casi parece diseñada expresamente para ser leída en una sola sentada, como quien atraviesa una fosa séptica mientras aguanta la respiración. Esa contención se traslada a una escritura libre de énfasis (y del sensacionalismo que fácilmente habría podido cargar las tintas de una propuesta a priori abonada al morbo). Pese a esta circunspección, Cline no se priva de inocular un vitriolo sordo a sus palabras, hallando cierta satisfacción en el abismo que se abre inadvertidamente bajo los pies del protagonista; en esa caída inminente que la autora no ha sentido la necesidad de describir, abandonando al personaje en una sima, justo cuando su seguridad se vuelve un balbuceo. ∎