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Película

Extraña forma de vida

Pedro Almodóvar

Por María Adell

26. 05. 2023

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En las paredes del rancho de Silva (Pedro Pascal), uno de los dos cowboys protagonistas de “Extraña forma de vida” (2023), cuelgan cuadros con reproducciones de algunas de las obras más famosas de Georgia O’Keeffe. La geometría redondeada, sinuosa, y los tonos rosados de las montañas que aparecen en “Paisaje de Black Mesa” (1930), uno de los lienzos más conocidos de O’Keeffe, ocupan un lugar relevante en la decoración de ese dormitorio –el cuadro está situado estratégicamente sobre la cama– en el que se va a resolver –o, más bien, dejar en suspenso– el conflicto entre Silva y Jake (Ethan Hawke), su amigo y amor de juventud, a quien no había visto en veinticinco años. La presencia de artefactos culturales en las películas de Pedro Almodóvar es habitual y no responde a la casualidad: el cineasta manchego suele jalonar las intrincadas estructuras narrativas de sus filmes con continuas citas y referencias que sirven tanto para evidenciar la presencia, desbordante, de la personalidad y los gustos del autor en el interior del relato como para llevar a cabo una suerte de diálogo –un juego de espejos– entre la película y las obras citadas en la misma.

En el caso de “Extraña forma de vida”, la elección de Georgia O’Keeffe no puede ser más significativa. Por un lado, este arrebatado wéstern queer de Almodóvar se apropia, como hizo O’Keeffe, de un paisaje y una iconografía –la del suroeste norteamericano– para transmutarlo a partir de una mirada personal, intransferible, que dista mucho de la hegemónica. Por otro, la presencia en un wéstern de obras datadas en los años treinta del siglo XX –la ya citada “Paisaje de Black Mesa” o la famosa “Cabeza de carnero, malva real blanca”– constituye un evidente y consciente anacronismo que subraya la distancia de la película con sus referentes y evidencia su naturaleza, juguetona y plenamente contemporánea. Puede que Pedro Pascal lleve una chaqueta verde similar a la que llevaba James Stewart en “Horizontes lejanos” (Anthony Mann, 1952), pero “Extraña forma de vida” no pretende ser un homenaje respetuoso al género que hicieron legendario cineastas como John Ford o Mann. La voluntad de Almodóvar parece ser la de desmontarlo de arriba a abajo, cortocircuitarlo haciendo estallar en su seno la naturaleza torrencial del melodrama queer. Una estrategia no muy distinta a la ya utilizada por el cineasta manchego con el género negro en “La ley del deseo” (1987) o “La mala educación” (2004), películas que podrían dialogar con “Extraña forma de vida” y en las que Antonio Banderas y Gael García Bernal encarnaban, respectivamente, a sendos hommes fatales.

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Tal vez he hablado demasiado de Georgia O’Keeffe y demasiado poco de “Extraña forma de vida”. Pero lo cierto es que es mejor no desvelar demasiado de esta pequeña y extraordinaria película –un lujoso fashion film financiado por la firma de moda Saint Laurent que dura solamente 31 minutos– ni del conflicto que subyace entre sus dos protagonistas. Como Antonio Banderas y Eusebio Poncela en “La ley del deseo”, Pedro Pascal e Ethan Hawke (ambos, cada uno en un registro diferente, magníficos) encarnan a dos hombres con posturas contrarias con respecto a la vivencia de su propio deseo: el primero es carnal, volcánico, arrebatado; el segundo es cerebral, atormentado, contenido. Almodóvar disfruta filmando el choque entre esas dos formas de entender el mundo, la vida, posando su mirada sobre los silencios, miradas y gestos entre ambos, aunque también sobre sus cuerpos: no recuerdo una escena en la filmografía del cineasta manchego que destile tanta ternura como la de esa cena en la que comparten un guiso casero (¡un cowboy que cocina!); y en una obra conocida por sus explícitas escenas de sexo, es irresistible el modo en que el cineasta manchego convierte el cuerpo maduro de Pedro Pascal en pura atracción erótica a lo largo de toda la secuencia matutina que sigue a esa primera noche de pasión. Como es predecible siendo un filme de Almodóvar, ese choque de opuestos solo puede resolverse mediante un acto trágico, melodramático, al que sigue una suerte de reposado epílogo que parece ironizar acerca de las medidas extremas que en ocasiones es preciso tomar para mantener a un amor cerca –al fin y al cabo estamos hablando del director de “¡Átame!” (1989)– y que, eso sí, nos deja con ganas de mucho más. ∎

Amor y plomo.
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