Película

Hasta los huesos. Bones And All

Luca Guadagnino

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Jamás se devora a un devorador. Este es el pacto tácito –o la ética, si se quiere– de los caníbales de “Hasta los huesos” (2022), filme de Luca Guadagnino (Palermo, 1971) subtitulado entre nosotros con el título original –“Bones And All”–, para diferenciarlo de otro “Hasta los huesos” (Marti Noxon, 2017), estrenado directamente en streaming, sobre la anorexia y otros trastornos alimentarios. Trastorno es también el de los protagonistas, pero no por cuestiones de patológica delgadez: comerse hasta los huesos a una víctima supone un tránsito, un punto límite al que no todos los caníbales del relato quieren llegar.

No es una película de terror, como sí lo era la relectura de “Suspiria” (Dario Argento, 1977) llevada a cabo por Guadagnino en su remake de 2018, con música de Thom Yorke. No, en absoluto. El canibalismo ha sido tratado de muchas formas en el cine, y el trabajo del director italiano estaría más en sintonía con “Ravenous” (Antonia Bird, 1999), con “Trouble Every Day” (Claire Denis, 2001) o incluso con “Crudo” (Julie Ducournau, 2006) que con los exploit-gore “Este perro mundo” (Gualterio Jacopetti, Paolo Cavara y Franco Prosperi, 1962) y “Holocausto caníbal” (Ruggero Deodato, 1980), o con el filme puro de género “El infierno verde” (Eli Roth, 2013).

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Pero siendo una película sobre la supervivencia cotidiana de dos jóvenes caníbales que no desean ser lo que son pero deben asumirlo (interpretados por Taylor Russell y Timothée Chalamet), “Hasta los huesos. Bones And All” parte narrativa y estilísticamente de un filme estadounidense que en teoría en nada se le parece, el seminal “Malas tierras” (Terrence Malick, 1973). Y, con él, de una tradición concreta de historias de adolescentes en fuga iniciada por Fritz Lang con “Sólo se vive una vez” (1937) y proseguida por Nicholas Ray en “Los amantes de la noche” (1949), Joseph H. Lewis en “El demonio de las armas” (1950) y Robert Altman en “Ladrones como nosotros” (1974). Todos estos títulos pertenecerían de maneras distintas a la categoría del cine negro o policíaco. El de Malick se apartaba horadando los confines del americana-thriller rural. El de Guadagnino tiene poco de noir y mucho, en disposición y determinación de los personajes, de la singular obra de Malick.

Será quizá por un acto reflejo, pero si “Malas tierras” me sigue pareciendo hoy la mejor película de Malick, “Hasta los huesos. Bones And All” creo que es, de largo, la más redonda de un director demasiado tendente a la sofisticación-provocación-reconocimiento fácil. Guadagnino filma el canibalismo en su máxima expresión –la necesidad urgente de la carne humana– cuando no hay más remedio que hacerlo, pero su película brilla determinantemente en una estudiada contención y en su acercamiento al estudio de la soledad, implícita igualmente en casi todas las figuras clásicas del género fantástico, del vampiro al licántropo. Los padres de los protagonistas o comprenden o desaparecen, todo lo contrario que lo ocurrido al final de “Call Me By Your Name” (2017), donde el padre del adolescente encarnado también por Chalamet entendía.

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En el filme, los caníbales se reconocen por el olfato. Unos, como Chalamet, matan. Otros, como el encarnado por Mark Rylance –siempre tan misterioso que ya no nos sorprende–, huele a los que están a punto de morir por causas naturales y espera a comérselos cuando expiran. Hay algo del acercamiento al temario vampírico de Jim Jarmusch en “Solo los amantes sobreviven” (2013) en este tipo de decisiones, digamos, “realistas”: el tratamiento de las convenciones genéricas según el cine indie.

Es una película sumamente triste, como la de Malick. Sin esperanza. “¿Qué nos queda, sesenta o setenta años de esto?”, se pregunta la chica ante la perspectiva de una vida matando o buscando cadáveres humanos recientes para alimentarse, siempre fuera de la sociedad, como los antihéroes desclasados de los filmes de Lang, Ray, Lewis, Malick y Altman antes citados. “¿Cómo te atreves a hacerlo más difícil?”, le contesta él. Uno lo asume. La otra no. Y así viajan de estado en estado, de Ohio a Minnesota, de Indiana a Nebraska, de Iowa a Michigan, con imágenes entre crudas y estilizadas marca de la casa y un excelente tratamiento del sonido, la palabra y la música: la cinta de casete grabada por su padre que la joven escucha a lo largo de toda la película; la lectura de la carta de la madre en off mientras ellos se miran; la música atmosférica-rural de Trent Reznor y Atticus Ross que recuerda por momentos a la de Angelo Badalamenti para “Una historia verdadera” (David Lynch, 1999), y el diálogo que la banda sonora extradiegética establece con algunas canciones que los protagonistas oyen en la radio –escuchamos al mismo tiempo la canción y la música incidental–, excepto cuando algunas escenas están puntuadas únicamente por “Atmosphere” (Joy Division) y “Your Silent Face” (New Order). ∎

Romanticismo, canibalismo: ¿no es lo mismo?
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