Película de culto extremo del cine francés y europeo.
Película de culto extremo del cine francés y europeo.

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Jean Eustache y “La mamá y la puta”: los hijos perdidos

Tras su proyección en el pasado Festival de Cannes, Filmin ha estrenado la copia restaurada de “La mamá y la puta”, emblemática obra de Jean Eustache. Un filme que capturó el espíritu (desolado) de toda una generación –la que vivió la resaca de Mayo del 68– y una obra influyente que cineastas como Jim Jarmusch han citado repetidamente como referente.

Cómo no, fue Jacques Rivette quien mejor ilustró el porqué de la magia del cine francés de los 70. De hecho, el nacimiento de aquel arrebato creativo tenía una fecha concreta, la de Mayo del 68. En los años posteriores a aquella revuelta vieron la luz proyectos tan osados como “Out 1” (1971), del mismo Rivette junto a Suzanne Schiffman. El espíritu revolucionario de aquel mayo reivindicativo se transformó no solo en la necesidad de los cineastas de hacer un cine libre y experimental, sino también en la voluntad de la administración de apoyar el riesgo, de financiar proyectos radicales.

“Después de la nouvelle vague, vino lo esencial”, decía Nicole Brenez, “un cine que, en su totalidad, estaba impregnado de una necesidad vital de experimentar”. Jean Eustache (1938-1981), cineasta de origen humilde y autor de una obra a contracorriente rodada en condiciones precarias (el único de sus filmes rodado de forma profesional fue “Mes petites amoureuses”, estrenada a finales de 1974), surgió al amparo de la nouvelle vague, pero nunca perteneció a ese selecto grupo de elegidos. Recién llegado a París desde Pessac, la ciudad de provincias en la que situó parte de sus películas, Eustache frecuentó la redacción de ‘Cahiers du cinéma’ porque su mujer trabajaba allí como secretaria. El recientemente fallecido Jean-Luc Godard (1930-2022) le regaló la película sobrante del rodaje de “Masculino femenino” (1966) para que pudiera filmar “Le Père Noël a les yeux bleus” (1966), un mediometraje protagonizado por Jean-Pierre Léaud que puede verse como antecedente directo de “La mamá y la puta” (1973). Con su espíritu disconforme y su amor por un cine ligado a cierta imagen primitiva (citaba a los hermanos Lumière y a Carl Theodor Dreyer como sus referentes), Eustache pertenece, más bien, a esa generación posterior a la nouvelle vague formada, entre otros, por Maurice Pialat o Philippe Garrel.

“Le Père Noël a les yeux bleus” (1966), “La mamá y la puta” (1973) y “Mes petites amoureuses” (1974).
“Le Père Noël a les yeux bleus” (1966), “La mamá y la puta” (1973) y “Mes petites amoureuses” (1974).

“La mamá y la puta”, que ganó el Gran Premio del Jurado en el Festival de Cannes de 1973, es su obra más popular y, a la vez, con sus tres horas y 37 minutos de duración, su película más exigente. El filme de Eustache encarnó esa necesidad vital de hacer un cine libre surgida del espíritu sesentayochista, pero sobre todo logró capturar el desamparo que provocó en toda una generación el fracaso de dicha revolución. Serge Daney definió su importancia a la perfección: “Sin ‘La mamá y la puta’ no conservaríamos ningún rostro que nos sirviera para recordar a los hijos perdidos de Mayo del 68. Perdidos y ya avejentados, parlanchines y obsoletos”.

¿Quiénes son esos jóvenes que ya se sienten viejos, que no dejan de hablar para ocultar su propia obsolescencia? “La mamá y la puta” empieza como un filme sobre Alexandre –Jean-Pierre Léaud encarna a este dandi sinvergüenza, a este zángano locuaz; un don Juan de bulevar, leído, cinéfilo y con incontinencia verbal– para transformarse, poco a poco, en el de Marie (Bernadette Lafont), su novia, y, sobre todo, en el de Veronika (Françoise Lebrun), una enfermera que entierra su soledad en noches de fiesta y ligues esporádicos y con la que Alexandre inicia una relación. Podríamos hablar de triángulo amoroso, pero deberíamos hablar, más bien, de pimpón sentimental: Alexandre va a parar a los brazos de Veronika tras el desengaño provocado por la ruptura con una antigua novia y, a partir de ese momento, irá rebotando de una cama a otra, del apartamento que comparte con Marie al café en el que se reúne con Veronika, en una coreografía del desarraigo emocional que derrumba ciertos mitos de Mayo del 68 –la liberación sexual, el “gozar sin trabas”– mostrando sus consecuencias: sufrimiento y soledad, angustia y desamparo.

Jean-Pierre Léaud, Françoise Lebrun y Bernadette Lafont: triángulo sentimental.
Jean-Pierre Léaud, Françoise Lebrun y Bernadette Lafont: triángulo sentimental.

Cuando el filme se proyectó en Cannes, un periodista le preguntó a Eustache por qué no había escrito una novela en vez de filmar una película. Con sus largas escenas de diálogo, su insistencia en el relato oral y, sobre todo, sus interminables monólogos repletos de digresiones, “La mamá y la puta” es, esencialmente, una película hablada en la que Alexandre utiliza su don de palabra para seducir a Veronika o para calmar a Marie cuando esta se enfada por sus continuos devaneos sexuales. El personaje encarnado por Léaud introduce, en su discurso torrencial, diálogos de películas, citas literarias y aforismos filosóficos, evidenciando esa naturaleza novelesca del guion escrito por Eustache. Ese contraste entre un texto que evidencia su carácter artificioso y que indaga en la temporalidad intrínseca al lenguaje cinematográfico –la larga secuencia central del filme, un cara a cara entre Alexandre y Veronika en el Café de Flore, es esencial para entender esa plasmación del tiempo fílmico que es característica del cine de la modernidad– y una imagen despojada, austera, absolutamente desnuda –que subraya la precariedad de medios y parece querer capturar la realidad sin ningún tipo de mediación– constituye la esencia misma de la puesta en escena planteada por Eustache para “La mamá y la puta”, pero también para gran parte de sus filmes previos. Como afirma Miguel A. Lomillos en su espléndido capítulo incluido en el libro colectivo “Jean Eustache. El cine imposible” (Ediciones de la Mirada, 2000), el terreno que pisa su obra es el de “la tradición realista del cine francés: Lumière, Vigo, Renoir, Bresson, Guitry y la nouvelle vague (sobre todo, Rohmer y Truffaut), y los coetáneos de Eustache más directos (Rozier, Pialat, Garrel)”.

Jean Eustache, en 1975. Foto: Michel Maurou (Getty Images)
Jean Eustache, en 1975. Foto: Michel Maurou (Getty Images)
La cinta va virando, poco a poco, de los planos sostenidos sobre el rostro de Léaud mientras da un discurso interminable o suelta una ocurrencia –siempre ingeniosa, a menudo contradictoria o directamente estúpida– a los rostros y cuerpos de las dos mujeres que han pasado gran parte del metraje escuchándolo. Hacia el final hay un momento en el que las palabras empiezan a surgir también de las bocas de ellas, como si esa verborrea que, en palabras de Lomillos, ha permitido al protagonista“adueñarse de un espacio y unas relaciones” estuviera ahora en manos de las mujeres, que empiezan a dominar, en cierta medida, la situación. Esto es evidente en el extraordinario primer plano de seis minutos de duración en el que el personaje de Françoise Lebrun –a quien Gaspar Noé ha recuperado en “Vortex” (2022)– se derrumba: Veronika expresa, en un discurso torrencial, demoledor, su angustia más honda. Y consigue, al fin, enmudecer a Alexandre. No puede ser casual que la película acabe con un vómito que impide a la protagonista seguir hablando mientras Alexandre, en silencio, la observa desde el suelo. Un filme que había empezado con la ligereza y el juego verbal de Eric Rohmer en, por ejemplo, “La panadera de Monceau” (1963) acaba como el John Cassavetes de “Faces” (1968): las palabras, insuficientes, dan paso a esos cuerpos desplomados y exhaustos, devastados después de la revolución. María Adell / Violeta Kovacsics

Más allá de “La mamá y la puta”

Quizás empequeñecidas, injustamente, por el fulgor de “La mamá y la puta”, las otras películas de Eustache –con intenciones, planteamientos, duraciones y formatos de lo más diverso– resultan igual de importantes. Destacamos cuatro títulos entre el documento, la ficción y el placer del monólogo.


“La Rosière de Pessac 1”
(1968)
“La Rosière de Pessac 2” (1979)

Lo que en apariencia sería el documento sobre la elección de la chica más virtuosa de Pessac, localidad en la que nació el director, se convierte a través del montaje en una suerte de musical con los rituales de músicas y danzas que acompañan a la ceremonia. Eustache decía haberse inspirado en las escenas de distensión con música tradicional del cine de John Ford. En 1979, rodó una segunda parte que quería que se proyectara siempre antes de la primera, para que esta pareciera un reflejo antiguo de la segunda.


“Le cochon”
(1970)

Otro experimento notorio, en este caso con la idea de cuestionar la idea de autoría, ya que el filme mezcla secuencias rodadas por Eustache durante el ritual de la matanza del cerdo y otras escenas filmadas por Jean-Michael Barjol en otra matanza en un pueblo distinto, sin aclarar cuáles son de uno y del otro. Las imágenes, frías, poseen una pulsión y significado antropológico no muy distinto al de una de las obras maestras del documental, “La sangre de las bestias” (1949), de Georges Franju.


“Mes petites amoureuses”
(1974)

Pese a tener como influencia directa en esta película a Robert Bresson –cineasta citado en “La mamá y la puta” (1973) a través de la actriz Isabelle Weingarten–, este es el filme con vocación más “popular” de Eustache, la crónica de los cambios que experimenta un joven a través del paso de la adolescencia a la madurez, del deseo al sexo, del ámbito rural al urbano, de vivir con la abuela a hacerlo con la madre y su nueva pareja. Fotografía de Néstor Almendros y presencia de Ingrid Caven y Dyonis Mascolo, exmarido de Marguerite Duras.


“Une sale histoire”
(1977)

Dividida en dos partes de 28 y 22 minutos respectivamente. En la primera, el portentoso actor Michael Lonsdale relata a un grupo de mujeres y a su anfitrión, el crítico y cineasta Jean Douchet, una historia de voyerismo en los baños de mujeres de un café parisino. En la segunda es el autor de la anécdota, Jean-Noël Picq, quien la cuenta con idénticas palabras, pero distintas inflexiones y encuadres de cámara. El placer de la palabra, por molesta que esta sea a veces, y del juego entre realidad y representación. ∎

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