Escribía el novelista, dramaturgo y crítico de cine Vicente Molina Foix que “una segunda lectura aún ampliaría el yacimiento de significados de ‘Pozos de ambición’, dotada por lo demás de una de las bandas sonoras más hermosas y originales que yo recuerde, en la que el guitarrista del grupo Radiohead, Jonny Greenwood, lejos de ilustrar, anticipa, (des)acompaña y disputa con gran libertad de registros sonoros el texto de una película tan silenciosa como resonante”. “Pozos de ambición” (“There Will Be Blood”; Paul Thomas Anderson, 2007) es del año en que Radiohead publicaron su séptimo disco de estudio, “In Rainbows”, con canciones de título tan cinematográfico como “Bodysnatchers”, conducida por la guitarra sincopada y sucia de Jonny Greenwood. Había pasado un decenio desde la publicación del emblemático álbum “OK Computer” (1997). La banda de Thom Yorke, Ed O’Brien, Phil Selway y los hermanos Jonny y Colin Greenwood siempre ha tenido la habilidad de espaciar, reposar e incluso probar aventuras alternativas. Greenwood, Jonny, guitarrista y teclista, encontró ese espacio personal en la música para cine sin tener que abandonar el grupo madre ni dejar de embarcarse en otras experiencias, caso de los pospandémicos The Smile, el trío formado con Yorke y el batería Tom Skinner (del grupo de jazz Sons Of Kemet) que debutó en concierto en streaming el pasado 29 de enero.
La asociación que mantiene con Paul Thomas Anderson desde “Pozos de ambición” ya alcanza la categoría de otras relaciones primordiales en la historia del cine, desde Federico Fellini-Nino Rota a Tim Burton-Danny Elfman, hasta el punto de que muchas veces nos preguntamos dónde empieza el sentido de una escena, si en la imagen o en la música. O, dicho de otro modo, que complementa a qué. Es una discusión en el fondo absurda, porque la comunión entre ambas dota a esas películas de su identidad. Greenwood y Anderson han alcanzado esa epifanía personal en su trabajo en común y la colaboración ha permitido al Radiohead evolucionar hacia un estilo cinematográfico impregnado por igual de clasicismo y experimentación. Como ocurre casi siempre (Rota trabajó con muchos otros directores y Elfman ha compuesto para películas bien diversas), Anderson ya no puede imaginar sus películas sin Greenwood, mientras que este tiene espacio para colaborar con otros realizadores.
Las bandas sonoras de los anteriores filmes de Anderson las habían firmado Michael Penn –“Boogie Nights” (1997)–, Jon Brion –“Magnolia” (1999), con la importante contribución de las canciones de Aimee Mann, y “Punch-Drunk Love (Embriagado de amor)” (2002)– y los dos juntos en “Sydney” (1996). Pero, desde que el director se cruzó con Greenwood, le ha confiado las músicas de todas sus películas: “Pozos de ambición”, “The Master” (2010), “Puro vicio” (“Inherent Vice”, 2014), “El hilo invisible” (“Phantom Thread”, 2017) y “Licorice Pizza” (2021). ¿Haría Anderson una película sin contar con Greenwood? Posiblemente no, como Fellini necesitaba de Rota para idear sus imágenes fantasiosas o realistas. La simbiosis es tal que el cineasta se debe a una singularidad sonora que ya ha hecho suya.
Banda sonora para un filme sobre la evolución de la condición humana, montado íntegramente con imágenes de archivo en color, blanco y negro o blanco y negro coloreado, que tiende a considerarse el primer disco en solitario de Greenwood. Manda la versatilidad estilística, con instrumentos de rock, banjos campestres, sección de cuerdas, trompetas jazzísticas y las ondas Martenot. Otros músicos, como su hermano Colin al bajo y el saxofonista Julian Argüelles, colaboran en alguna pieza.
El tema de apertura, “Open Spaces”, define los primeros tratamientos cinematográficos de Greenwood, un clasicismo perturbado por una lírica turbadora en los arreglos de cuerda que se torna agitado con los pizzicatos de “Future Markets”. Nos encontramos aún en la primera fase del filme, la de la exploración de nuevos territorios con imágenes que emparentan con el cine primitivo de Erich von Stroheim y F. W. Murnau. Cuando la película se adentra en la fiebre del petróleo y las rígidas relaciones familiares y religiosas, la música (des)acompaña –como escribió Molina Foix– la crispación de las imágenes: “Oil” es un buen ejemplo, con la mirada puesta en compositores como Dimitri Tiomkin filtrado por la música minimalista; así como las cuerdas, convertidas en armas arrojadizas de percusión en “Proven Lands”.
Bien distintos son los espacios que transita esta adaptación de la novela de Haruki Murakami, en la que un japonés rememora su pasado al escuchar la canción de los Beatles –perteneciente a “Rubber Soul” (1965)– que dio título internacional a la película. Greenwood oscila entre la pausa con guitarra acústica –en la bella “Iko Dakara Damattete”– y las cuerdas tenebristas de “Naoko ga Shinda”, que evocan los pasadizos oscuros de la obra de Krzysztof Penderecki, con quien Greenwood grabaría un disco en 2012. Y, por si alguien dudaba de la influencia krautrock en Radiohead, Greenwood completa el cuadro sonoro de este “blues de Tokio” con la inclusión de tres temas de Can, uno de la época con Malcolm Mooney (“Mary, Mary So Contrary”) y dos con Damo Suzuki (“Bring Me Coffee Or Tea” y “Don’t Turn The Light On, Leave Me Alone”).
Los ecos de Penderecki resuenan de nuevo al empezar el filme, en “Overtones”, pero los instrumentos de cuerda, mayoritarios en casi toda la obra fílmica de Greenwood, dejan espacio para unos delicados vientos en “Time Hole”. La música vuelve a estar en conflicto con la tersura de la historia tratada, disputas personales y corales en el seno de una secta digamos que inspirada en la de la cienciología. La belleza sigilosa de temas como “Back Beyond” no nos aleja del clima enrarecido que se adueña poco a poco del relato. Greenwood y Anderson introducen estándares de los 30 y 50, ya sea de forma diegética o no: piezas de satín como “Get Thee Behind Me Satan”, de Irving Berlin, en versión de Ella Fitzgerald; la sonámbula “Changing Partners”, una derivación de otro tema de Berlin interpretada aquí por Helen Forrest, y “No Other Love”, el clásico de Jo Stafford inspirado en uno de los “Estudios” de Chopin, que se escucha cuando Joaquin Phoenix descubre que la chica amada se ha casado, y que será utilizado también por Todd Haynes en “Carol” (2015).
Su banda sonora más poliédrica gracias, también, a ser la que tiene una mayor variedad de temas externos: de nuevo Can –“Vitamin C”, ya empleada cuatro décadas antes por Sam Fuller en su thriller “Muerte de un pichón” (1973)– en la secuencia de apertura, el Neil Young de “Journey Through The Past” (1972), el lounge de “Simba” (Les Baxter), el delicioso pop japonés de Kyu Sakamoto en “Sukiyaki” o el vibrante soul de Chuck Jackson en “Any Day Now”. En consonancia con esta lectura de la novela homónima de Thomas Pynchon –llevada al alambique narrativo al estilo de Raymond Chandler y con no pocas similitudes con “El gran Lebowski” (1998) de los Coen–, Greenwood ofrece a Anderson un tejido de sonidos rugosos y misteriosos concretado en una maravillosa pieza, “Adrian Prussia”, que funde un theremín de relato fantástico y el vértigo melódico de las cuerdas.
Combinación musical entre Oriente y Occidente documentada por Paul Thomas Anderson en un filme de 54 minutos. Greenwood, el poeta, instrumentista y compositor israelí Shye Bem Tzur y el grupo indio Rajasthan Express grabaron 13 temas en un estudio improvisado dentro de una fortaleza del siglo XV en Rajastán. Las percusiones indias y las cajas de ritmos construyen el entramado sobre el que se mezclan tonalidades y melodías de la música sufí y qawwali, voces reverberantes, ragas, vientos del desierto, misticismo islámico, música religiosa sudasiática, cadencias arábigas, efectos ondulantes Martenot, trompetas fronterizas y guitarras eléctricas soñadoras. Música devocional con un pie en el trance y otro en el baile.
Greenwood vuelve a tensar los instrumentos de cuerda lo indecible nada más empezar la película con un tema, “Phantom Thread”, que aparece en tres variaciones distintas. Primero con aires introspectivamente wagnerianos, después con un romántico piano (tocado por Greenwood) que deja paso a un trágico violín (Daniel Pioro) y, finalmente, con toda la orquesta ejecutando la pieza en su grandeza melodramática. Son los tres motivos principales en la vida del modisto Reynolds Woodcock y en la relación autodestructiva que establece con Alma, su musa, amante y contrapunto. La obra maestra de Anderson y el score más clásico, en su transparencia, de Greenwood.
La historia de violencia propuesta por Ramsay le obliga a una paisajística sonora distinta, más acerada y urbana. Introduce guitarras y percusiones sintéticas combinadas con la sección de cuerdas de la London Contemporary Orchestra (“Sandy’s Necklace”); sintetizadores y cajas de ritmo como cortantes contrapuntos (“Nausea”); un mantra casi cósmico (“Playground (Bass Clarinet)”). También escuchamos los violines, violas y violonchelos de la orquesta, tensos y sincopados, a los que se añade, haciéndolos más robustos, otro chelo tocado por el propio Greenwood (“The Hunt”); electrónica maquinal y muy descriptiva (“Dark Streets”) y un oscuro sortilegio de piano acorde al descenso a los infiernos en el que se transforma el relato (“Ywnrh”, las iniciales del título original del filme). Atentos, además, a la curiosa atmósfera lograda con las cuerdas en pizzicato y unas palmadas en “Nina Through Glass” y a los violines ominosos combinados con percusiones metálicas de “Votto”.
Cómo contó Juan Manuel Freire en su crítica del disco, Greenwood considera que el sonido de las trompas describe la masculinidad reprimida. La pieza en que aparecen, con ecos de Serguéi Prokófiev, se titula “Best Friends” y es el centro de gravedad del relato y de la música del filme de Campion. Por el tratamiento ascético de las reglas del wéstern que impone la directora, la banda sonora carece de toda la épica que se le presupone a una película del oeste. Todo es más íntimo, como el sonido de una pianola casi desafinada en “Paper Flowers”, la sutileza de los vientos en “Requiem For Phil”, la lírica solitaria del piano y violín en “West Alone” o la combinación de varios violonchelos superpuestos y tocados de formas distintas en “25 Years”.
Cada pieza explica y orienta la encrucijada en la que se encuentra Lady Di durante el fin de semana en su vida que Larraín decide contarnos. Como “Jackie” (2016), el anterior filme del director sobre “mujer famosa con experiencia controvertida” (Jacqueline Kennedy), este es un biopic anticlimático. Y los diversos registros de Greenwood están, por supuesto, en esta línea. De la música barroca al free jazz pasando por la liturgia reconvertida del sonido del órgano de una iglesia. Una banda sonora tan dispar como el filme que la cobija: la música de un personaje que se mueve, sonámbula, como las mujeres de “Yo anduve con un zombi” (1943) de Jacques Tourneur. ∎