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“La película que estoy escribiendo es el último episodio de una historia de amor, una serie interminable de fracasos, traiciones y dramas”, le cuenta Chris (Vicky Krieps) a su marido Tony (Tim Roth) en una escena de “La isla de Bergman” (2021; en España 2022). Chris, alter ego fílmico de Mia Hansen-Løve, directora del filme, continúa: “Sucede en un sitio como este, Fårö. De hecho, una isla sería una localización ideal”. La directora de “El porvenir” (2016) reincide en su penúltima obra en algunas de las características de su filmografía –el componente autobiográfico; un sintético, elíptico, trabajo de montaje; un naturalismo lánguido–, pero añadiendo ese tropo recurrente entre los cineastas de la modernidad: la descripción de las dinámicas internas de una pareja –heterosexual en este caso– a través de su encierro en un espacio geográfico limitado, en particular una isla.
“El desprecio” (1963) es el filme de Godard que más profundiza en eso que Domènec Font llamó théâtre d’appartement y que Jacques Rivette llevó al paroxismo en “L’amour fou” (1969), obras que, con mayor o menor ensañamiento, se centran en lo que Font llamó la “puesta en escena de la muerte de una pareja”. En “El desprecio”, la isla de Capri es testigo impasible de la disolución definitiva del matrimonio compuesto por Michel Piccoli y Brigitte Bardot, pero el segmento central del filme lo constituye una dilatada escena que transcurre en una suerte de “isla interior”: el espacioso y moderno apartamento romano de la pareja. Bardot y Piccoli deambulan, se encuentran, discuten, se separan y vuelven a unirse en amplios planos secuencia y en panorámicas semicirculares de ida y vuelta que emulan la coreografía dubitativa, desconfiada, de un hombre y una mujer que unas pocas horas antes –al inicio del filme– han confesado que se amaban “con ternura, trágicamente”.
“Mi película habla de las corrientes invisibles que circulan en una pareja y estará rodada aquí, en Fårö”, le comenta Tony a Chris durante una comida, para sorpresa de ella. Es una frase con la que se podrían definir casi todas esas obras sobre parejas e islas que hemos mencionado. Es curioso que Hansen-Løve ponga en boca del personaje masculino –un cineasta de éxito, más mayor, construido como alter ego ficticio de quien fuera su pareja durante años, Olivier Assayas– la definición misma de lo que es, al menos en parte, “La isla de Bergman”: una contestación desde el punto de vista del personaje femenino de ese tropo recurrente del cine de la modernidad.
Si una de las grandes novedades del cine moderno fue la abundancia, complejidad y variedad de protagonistas femeninas, la estrategia recurrente de los cineastas de romper la frontera entre vida y obra y retratar a la actriz-esposa –los famosos tándems creativos Godard-Karina, Rossellini-Bergman, Bergman-Ullmann– como “un pintor que pinta a su musa (…) con la que se encierra en el taller” fue un tanto limitante para la aparición, en los filmes, de una auténtica conciencia femenina. “La isla de Bergman” y antes que esta “Entre nosotros” (2009) –el segundo filme de otra reconocida cineasta europea, Maren Ade– dialogan con sus precedentes cinematográficos a la vez que subvierten, en mayor o menor medida, las características asociadas históricamente a esos relatos cinematográficos sustentados en el binomio pareja-isla.
Si en “El desprecio”, Piccoli era un guionista –un creador– y Bardot su acompañante, en “La isla de Bergman” ambos personajes, el masculino y el femenino, son escritores y cineastas. Hansen-Løve narra la historia desde el punto de vista de Chris, su alter ego, permitiéndose reflexionar sobre la ambición y el alcance de la creación femenina y sobre los iconos –Bergman, por ejemplo– sobre los que se sustenta. En este filme que habla muy sutilmente sobre encontrar las historias que nos interesan –aunque sean banales o reiterativas– y sobre poner en duda los referentes que nos han conformado –un padre, un marido, un cineasta– no hay discusiones altisonantes ni diálogos trágicos, pero un descubrimiento fortuito o un gesto ausente bastan para provocar el hundimiento de la isla. ∎
“Stromboli”
(Roberto Rossellini, 1950)
Cuando Ingrid Bergman le envió a Roberto Rossellini una carta diciéndole que quería trabajar con él pero que en italiano solo sabía decir “Ti amo”, no sabía que había provocado el nacimiento de uno de los tándems creativos más inusuales de la historia del cine. El primer filme que hicieron ambos fue esta historia sobre una refugiada centroeuropea que se casa por necesidad con un joven pescador de una isla volcánica, Stromboli. La película parece en ocasiones un documental sobre la imposibilidad de Bergman, una estrella de Hollywood, para encajar en un cine tan alejado de las coordenadas artísticas y económicas a las que estaba acostumbrada. Su segunda obra conjunta, “Te querré siempre” (1954), no sucede en una isla, pero fue un referente indiscutible para “El desprecio” (Jean-Luc Godard, 1963).
“Un verano con Mónica”
(Ingmar Bergman, 1953)
Jean-Luc Godard descubrió algo tarde este luminoso y sensual filme de Bergman, pero desde entonces volvió a él repetidamente. Le dedicó un texto elogioso en ‘Cahiers du cinéma’ y su influencia es evidente en, por ejemplo, el célebre plano final de “Al final de la escapada” (1960), en el que Jean Seberg mira directamente a cámara tal y como hacía Harriett Andersson en un momento trascendental de la película. “Un verano con Mónica” narra el surgimiento del amor y el deseo, pero también el inevitable desgaste de ambos, entre dos adolescentes refugiados en una pequeña isla a lo largo de un verano.
“Entre nosotros”
(Maren Ade, 2009)
La incomodísima “Entre nosotros” construye un discurso feroz contra el paternalismo y las pequeñas agresiones sobre las que se sustentan la mayor parte de las relaciones de pareja. A partir de una rigurosa decisión en relación al punto de vista –el de Gitty, una feminidad excéntrica, fuera de la norma– y de un trabajo con el cuerpo de los actores que combina el patetismo con la comicidad clown, Maren Ade –“Toni Erdmann” (2016)– permite reconocer y entender los motivos que llevan a la protagonista a despreciar a su pareja, un arquitecto absolutamente insoportable, durante unas vacaciones en Cerdeña. Como si Godard en vez de acabar cruelmente con Brigitte Bardot al final de “El desprecio” le hubiera permitido poner contra las cuerdas a Michel Piccoli por ser un pusilánime. ∎