Teje la complicada tela de araña de las mejores historias orales, pero no esgrime su habitual y socorrida estructura de pregunta-respuesta, y ese es uno de los mejores logros que cabe atribuir a “Aquellos años accidentales”, la documentadísima crónica (son más de quinientas páginas) de unos años ochenta y parte de los noventa que, al margen de las visiones comunes (primero la movida y después el primer indie), ha trazado la periodista cartagenera Laura Piñero, culminando un trabajo de cinco años. Son capítulos breves que tienen la virtud de encadenarse en forma de relato compartido, con inicios en los que desde un prisma literario se evocan los inicios en el negocio de cada uno de los protagonistas, desde la distancia (como bien apunta Diego A. Manrique en su epílogo) de quien carece, por edad, de una visión de aquellos años viciada por amistades, enemistades o intereses de cualquier tipo. La historia de DRO (Discos Radiactivos Organizados), que es también la que se entrelaza con GASA (Grabaciones Accidentales) y con Tres Cipreses, y después con Twins, merecía ser contada con tanto detalle, por ser un caso prácticamente único: sello independiente que acaba fagocitado por una multinacional (Warner) pero termina colocando a algunos de sus mejores activos en sus puestos de mando. ¿La primera indie subvirtiendo el orden establecido y dándole la vuelta como un calcetín a una major, contribuyendo a cambiar el sistema desde dentro? Quizá no sea exactamente así (mucho podrían decir al respecto, y de hecho ya lo dicen aquí, Servando Carballar y Marta Cervera, quienes abandonaron en 1988 para fundar La Fábrica Magnética), pero algo de esa filosofía pervive en el llamado gen DRO, aplicable por igual a los primeros fichajes (Parálisis Permanente, Alphaville, Sinestro Total) como a los postreros (Fangoria, Celtas Cortos o apuestas mainstream como Laura Pausini), porque era un criterio artístico el que, más allá de gustos personales, solía primar. Tan solo con el flamenco pincharon, pero para eso estaba ahí Mario Pacheco al frente de Nuevos Medios, otra historia que merece ser detallada, aunque ya cuente con un documental.

La de DRO es una historia de independencia real, con todas sus contradicciones a medida que los peajes de la gran industria fueron haciendo las cosas más complejas: un dilema ya abordado con detalle en un editorial de Rockdelux (firmado por Ferran Riera) en su número de mayo de 1989. No ha llovido casi, no. Pero es también el relato de un choque de culturas (la provocación inteligente y barrial de DRO, la distinción universitaria y chic de GASA) que iba más allá de lo estético y acabó mezclando bien, aprendiendo sobre la marcha en un tiempo en el que no había másteres al respecto, y haciendo de la necesidad virtud en una época en la que los sellos multinacionales andaban en la inopia y tanto los poderes públicos (ayuntamientos) como la radio (Radio 3 y el gran altavoz que eran Los 40 Principales) daban voz y garantizaban prosperidad económica a muchos de los músicos que ejemplificaron el gran relevo generacional de los años ochenta. Quizá a quienes son de generaciones más jóvenes les sorprenda saber que Hombres G o Duncan Dhu, por poner solo dos ejemplos, se convirtieron en fenómenos masivos partiendo de la más absoluta independencia. El libro, prologado por un Iván Ferreiro que fue esencial en su génesis, también cuenta el importante trabajo de distribución de luminarias foráneas (Sugarcubes, Pixies o Happy Mondays) y tiene el valor añadido de visibilizar como se merece el trabajo de un puñado de profesionales a la sombra de los músicos: personajes como Rafael Revert, Servando Carballar, Paco Martín, Alfonso Pérez, Jesús N. Gómez, Maribel Schumacher o Malés Castellano ya merecerían un libro por sí mismos. ∎