Para el cine colombiano que ha circulado por festivales en 2022, su país de origen es un territorio de muertos vivientes, un enorme cementerio incapaz tanto de dar reposo a los fallecidos como de dar cobijo a los vivos y a sus nuevas generaciones. Los muertos circulan en coche fúnebre en “Anhell69” (2022), de Theo Montoya; se invocan en “Nuestra película” (2022), de Diana Bustamante, y regresan como espectros en el cortometraje “Todas mis cicatrices se desvanecen en el viento” (2022), dirigido por Angélica Restrepo y Carlos Velandia. También los muertos, o más bien los que tienen pocas posibilidades de vivir, protagonizan “Los reyes del mundo” (2022), con la que Laura Mora fue reconocida con la Concha de Oro del pasado Festival de San Sebastián y que hoy llega a nuestras salas.
En la segunda película de Mora habitan tanto el fondo y la forma del relato coming of age como la crítica hacia la ambición extractiva de nuestra actual sociedad contemporánea. El viaje y la realidad, la tierra prometida y el no future, un entramado de anhelos y desilusiones que la directora nos muestra a través de la mirada temeraria y desvalida de los muchachos protagonistas, escabulléndose de no pocos lugares comunes asociados a los relatos de depauperación y reivindicando, con ello, una voz propia, otro estatus para los protagonistas y sus experiencias.
Bajo los ropajes de una road movie emprendida por varios adolescentes sin hogar, un grupo de chavales de la calle que sobrevive a machetazos en Medellín y que viaja hacia la zona del Bajo Cauca para recuperar las tierras que los paramilitares le arrebataron a la abuela de uno de ellos, Mora dibuja un retrato de la Colombia más salvaje. Primero, porque buena parte de la cinta transcurre en la selva colombiana, un espacio fronterizo al que solo se asoman los que no tienen nada que perder. Segundo, porque para Mora el país sigue aún sin una brújula que guíe a sus ciudadanos en el tablero de juego posterior a los acuerdos de paz entre el gobierno y las FARC.
Así pues, la propuesta no tarda en superar una premisa que parecía apuntar hacia el realismo social más caduco para revelarse enseguida como una historia envolvente, de imágenes intuitivas, enérgicas y excitantes. La larga secuencia de las bicis, atadas a un camión, bajando a toda velocidad las lomas de las afueras de Medellín en el inicio del viaje de los chicos, por ejemplo; la escena nocturna en que los chavales apagan a pedradas las farolas de una callejuela y de repente con sus sables, rascando el asfalto, encienden chispas de una electricidad inesperada, por señalar otro momento; o la secuencia en que, al llegar a las tierras de la abuela, los jóvenes se paran a hablar con una pareja de ancianos y la cámara comienza a merodear, fantasmagórica, por las estancias de una casa medio abandonada, en busca de recuerdos del pasado.
Una vez la película se adentra en la selva, tierra de depredadores, un escenario que lo engulle todo, jamás abandonará esa vertiente onírica y de contenido simbolismo. Quizás la cineasta se recrea demasiado en ese viaje al corazón de las tinieblas de los protagonistas, en un trayecto que por momentos parece dar vueltas sobre sí mismo. Quizás en algunos tramos, con el fin de amplificar el mensaje de sus protagonistas, se traiciona esa coherencia de la que se ha hecho gala. “Qué fuerte soy porque odio. Qué fuerte soy por tu odio”, se le oye decir en off a Rá (Carlos Andrés Castañeda) hacia el desenlace, en un mensaje-proclama que encapsula toda la rabia que remueve a los chavales. También es una línea de guion que, como algunas otras más, revela el ánimo de la película de ejercer de altavoz generacional; un aspecto extracinematográfico que ciertamente era innecesario. ∎