“Cien noches” (Anagrama, 2020) de Luisgé Martín (Madrid, 1962) es una lectura que se disfruta más o menos dependiendo de la moral de cada uno. El último Premio Herralde ha distinguido a esta novela, que, de una forma u otra, recupera la mezcla de noir y erotismo que sirvió para ensanchar los límites de la moral puritana durante la década de los 90. Los primeros párrafos asientan el tono del relato con una serie de anécdotas científicas e históricas que, involucrando a ratas y presidentes yankis, arrojan una tesis: el ser humano es infiel por naturaleza.
La estructura de la novela es tan escrupulosa y repetitiva como un método de investigación científica. Los capítulos se abren precisamente con la investigación de Adam Galliger, un multimillonario que decide invertir parte de su riqueza en un estudio que no solo pregunta a sus participantes si son fieles a sus parejas, sino que vulnera los límites de la intimidad para investigarlos y comprobar si han mentido o no. El grueso de cada episodio se centra en la deriva de Irene, una chica que desde bien joven decide que nunca podrá ser fiel, que empieza a estudiar psicología para conocer de cerca los entresijos del sexo pero termina especializándose en criminología (porque ya sabes: Eros y Tánatos) y que acaba obsesionada con el asesinato de su amor de juventud. Cada capítulo se cierra con una conversación en el presente entre Adam e Irene, que han mantenido una relación de amantes durante décadas. Y, entre capítulo y capítulo, Martín siempre intercala un expediente de la investigación de Adam que, de hecho, ha sido realmente escrito por algunos de los amigos del autor (Edurne Portela, Manuel Vilas, Sergio del Molino, Lara Moreno y José Ovejero, específicamente).
Tanto el método de investigación como la exploración novelesca verifican la tesis: el ochenta por ciento de los seres humanos son infieles. Lo que ocurre es que, realmente, esto es algo que no sorprenderá a nadie que viva en el siglo XXI, donde nadie se acuerda de la moral cristiana, donde la infidelidad ha perdido por completo su capacidad de escandalizar (y mucho menos de vehicular dramas en libros y películas) y donde Tinder y periferias nos han obligado a reconocer que amor y sexo son dos cosas diferentes… y dulcemente compatibles.
Así que repito: la lectura de “Cien noches” se disfruta más o menos dependiendo de la moral de cada uno. Si superaste la del siglo XX, probablemente seas impermeable a la intención irreverente de Martín (también un poco a las florituras culteranas de su pluma). Pero, incluso así, disfrutarás de una novela clásica de esas que lo tienen todo: adulterios, amoríos, crímenes, bajas pasiones, complots políticos… Y mucho sexo hablado pero poco practicado. ∎