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El cómic actual en España, en su vertiente más experimental e innovadora, está dominado por la presencia de autoras nacidas entre los años ochenta y noventa. María Medem (Sevilla, 1994) es uno de sus máximos exponentes, y su relativamente breve trayectoria refleja muy bien las dinámicas de esta tendencia: fraguada en el circuito de autoedición, entre fanzines y publicaciones de tirada corta, llega pronto a la edición profesional de la mano de una de las editoriales más sensibles a estas corrientes. El primer libro de Medem, “Cenit” (Apa Apa, 2018), con tres ediciones hasta el momento, fue un pequeño hito que consiguió no solo llamar la atención de la crítica –la Asociación de Críticos y Divulgadores de España le otorgó su premio a mejor autora emergente–, sino que también se alzó con el premio al autor revelación del Salón del Cómic de Barcelona, un galardón que no se caracterizaba precisamente por su amplitud de miras y su atención al cómic experimental.
Desde entonces, Medem no ha parado de producir ilustraciones para diferentes medios, así como fanzines y libros de breve extensión en los que iba puliendo su voz y asentando su estilo visual. Si en ellos provocaba sorpresa por la precocidad en el dominio del lenguaje, ahora ha dado un evidente salto cualitativo en su más reciente libro, “Por culpa de una flor”, que es ya prueba irrefutable de que la autora ha alcanzado un grado de maestría inusitado, sin que eso implique que su proceso de aprendizaje haya llegado a su fin: si algo muestran las más de trescientas páginas de esta obra es una inquietud constante por ir en cada una de ellas un poco más allá que en la anterior.
Las etiquetas de “cómic experimental” o “cómic de vanguardia” resultan discutibles en tanto que engloban obras muy distintas entre sí: convencionalmente se han relacionado con los cómics abstractos o antinarrativos, pero, sin embargo, Medem cuenta historias más o menos ortodoxas en su estructura narrativa. La trama de “Por culpa de una flor” es clara. Su relato, lineal y perfectamente comprensible sin demasiados esfuerzos. Es la historia de una joven que vive sola en un pueblo en ruinas y que un día recibe una visita que trastoca su rutina y la empuja a un viaje en el que busca la forma de reproducir a su compañera más preciada: una extraña flor que parece reaccionar a sus emociones. Pero más allá de eso Medem está especialmente interesada en la atmósfera, en los estados de ánimo y en la representación de lo invisible. Su objetivo es influir en los lectores de un modo profundo, que va más allá de narrar una peripecia y aborda lo puramente sensorial. Destaca su cualidad sinestésica: sus imágenes huelen a tierra húmeda y a romero, suenan como el trino de los pájaros o el rasgueo de una guitarra y calientan como el sol al amanecer. Los dos elementos esenciales para ello son el ritmo y el color. El primero, trabajado mediante el empleo de un rico repertorio formal en la estructura de la página que alterna con inteligencia. El segundo es quizá lo que hace su trabajo más llamativo y reconocible: tonos saturados no naturalistas que combina mediante degradados y que recrean un mundo que no es real pero que, paradójicamente, provoca sensaciones más intensamente reales que el color fotográfico de ciertos cómics actuales.
La clave está en el hecho de que María Medem no pertenece a ninguna de las tradiciones imperantes en el cómic occidental. Sus referentes han de buscarse, más bien, en el trabajo de fotógrafos como Atín Aya, Cristina García Rodero o Ramón Masats y en el flamenco tradicional, del que es gran aficionada. Pero estas influencias no se traducen en calcos o citas directas, sino que se procesan de un modo intuitivo y libre que cristaliza en un estilo propio, en una voz única que habla del mundo sin representarlo literalmente. En su interés por los espacios vacíos y los parajes desolados es tentador buscar un correlato de la España vaciada y no se puede descartar que exista, pero la manera en que se construyen alude lo atávico, a la soledad existencial y nuestra relación con los demás y con nuestro entorno: la tierra, el agua y las plantas son omnipresentes y despliegan múltiples significados, nunca explícitos. Las abundantes ruinas no parecen remitir al gusto de los pintores románticos sino, quizá, a los cuadros de De Chirico: más bien son avatares de una decadencia atemporal, de un estado anímico crepuscular, consciente de la supremacía de lo natural frente a lo humano.
Acostumbrados como estamos a cómics que orbitan en torno al mundo urbano, no somos conscientes del todo hasta qué punto limita eso nuestra experiencia cultural. En la novela existe una corriente de exploración de lo rural y lo local –desde “Panza de burro” (2020), de Andrea Abreu, a “Feria” (2020), de Ana Iris Simón– a la que podríamos asociar el trabajo de Medem. Pero en él hay siempre una liberación de lo contingente para sumergirse en lo arquetípico y alcanzar lo universal. Por eso, en el relato de “Por culpa de una flor” no sabemos el dónde ni el cuándo aunque, paradójicamente, no pueda entenderse sin entender que Medem es andaluza y que es al paisaje y al folclore de Andalucía a los que recurre para construir su narración y su iconografía.
Como hizo García Lorca con su poesía o como hacen hoy Maria Arnal i Marcel Bagés con su música, Medem echa raíces en la cultura popular –la verdaderamente popular: las canciones tradicionales, el cante jondo, los cuentos orales– y toma de su barro la materia prima. Pero con ella da forma a una obra futurista. Algo genuinamente nuevo, con ecos míticos que amplifican su potencia pero que, en el fondo, está mirando hacia delante. La excelente edición de Blackie Books y Apa Apa es la idónea para que “Por culpa de una flor” pueda asumir el lugar que parece corresponderle: el de piedra de toque que demuestre que este tipo de obras ya no son algo minoritario que solo interesa a cuatro enterados, sino que es, aquí y ahora, parte del cómic español contemporáneo relevante. Sin más. ∎