Por lo general, y dedicado a escribir, la palabra que más representa la mitad de las cosas que siento a lo largo del día sería “inefable”. Así de cutre soy. Luego me esfuerzo y termino sacando del cajón alguna cosa con más chicha. Por profesión y costumbre, supongo. Así que, cuando pienso en la movida madrileña, en los años ochenta de España, en la música, el arte, el estilo de vida, no sé, un poco todo ese aquelarre de historias, siento “anemoia”. ¡Ajá! Esa no la viste venir, ¿verdad? No, no me he inventado el vocablo, fue otro, allá por 2012, quien lo hizo. Quizás esté muerto. Y ¿qué es anemoia? Pues lo que se ha venido llamando de toda la vida nostalgia del tiempo no vivido. Esa inefable… hostia, perdón… ese complejo arrebato que nos invade cuando logramos trasladarnos a vidas que no vivimos, a momentos que no conocimos pero de los que, aun así, nos sentimos parte. Los añoramos. Experimentamos lo que los gallegos llaman morriña, o saudade si se prefiere, que sin ser lo mismo desembocan en el mismo lugar.
Y eso se ha propuesto avivar el madrileño Espacio Cultural Serrería Belga, la anemoia. Bien sea retorciendo el estómago de emoción o rabia, este espacio tiene como leitmotiv transitorio revivir en sus espectadores el Madrid de los últimos cincuenta años (pero, sobre todo, de los ochenta y noventa). Así que, tanto si estabas chupando los primeros Mai Tai que pisaron España dándotelas de moderno, soñando con que el guaperas del insti te llenase el hoyo (allá tú cuál) o todavía en el paraíso de la inexistencia, descolgarse por la Serrería Belga calentará en ti los motores de la melancolía.
Tres son las muestras encargadas de pronunciar este conjuro hacia el pasado. La primera, “Caleidoscopio”, es una aproximación a la Colección de Fotografía Alcobendas. La segunda, dentro de la sección oficial de PHotoESPAÑA, la exposición “Yo disparé en los 80”, de Marivi Ibarrola (Nájera, 1956; y asentada entre San Sebastián y Madrid). La tercera, “Costus: La Vía Láctea”, que expone doce de las catorce obras que componen la serie de pinturas y esculturas realizadas por los artistas Juan Carrero y Enrique Naya, Costus, para el mítico garito madrileño La Vía Láctea. Tres salas diferentes que comparten esa pleitesía a los vestigios visuales de un pasado que se percibe inaccesible para las circunstancias actuales. Dicho esto tanto para bien como para mal. De las tres, eso sí, honestamente hay una que me hizo especial tilín. No solo por su contenido, sino porque tuve la chanza de disfrutar de una conversación, y un cigarro que me fue requerido, con su autora.
Fecha: viernes 21 de abril. Once de la mañana. El patio del espacio está impecablemente bendecido por el sol. A la puerta de las instalaciones ya acampan como monaguillos los agentes de la prensa y demás sicarios de la industria cultural. Más que una revisión artística del Madrid callejero y musical parece una gala informal de Atresmedia. Camisas bien planchadas con americanas de verano y mucha zapatillita guay. Mientras, yo, honrando el contexto espiritual de parte de la obra a la que me enfrento, me planto con una chupa de cuero, unos vaqueros rotos con botas y una camiseta de Eskorbuto. La de seguridad me pide varias veces que indique la razón de mi presencia. Cree que voy a reventar el evento. Imagino que doy el cante. Debo tener aires de machacón. Nada más lejos.
Los comisarios de la muestra hacen un breve speech en el patio para el que han colocado un pequeño escenario con un bambalinón publicitario y un equipo de sonido del copón. Todo para cuatro minutos de caricias en la espalda de los unos y los otros. Los técnicos de sonido se descojonan irónicamente al darse cuenta de que llevan dos horas y media organizando la jugada para un discurso tan fugaz.
Acto seguido, desvirgamos el local. La entrada en las instalaciones es de corte industrial remodelado. Moderno. Chachi que te pasas en ese hambre atrincherado en los decoradores de interior, que no han pisado una fábrica en su vida, por arrimarse lo más posible a la condición de obreros. Jamás la decadencia metálica estuvo tan impoluta. Las fotografías de la primera sala de la Colección de Fotografías Alcobendas es un tutifruti que depara buen gusto. Han hecho un pito-pito-gorgorito con fotografías de los míticos de aquellos años, pero tiene salero. Una vieja bruja (dicho en el mejor de los sentidos) saluda a los espectadores a la entrada. Un retrato de Almodóvar en plan portada de “Heroes” (1977), de David Bowie, continúa tras la vieja. Una foto de Alberto García-Alix haciendo lo que ha hecho siempre –un retrato elegante de la decrepitud encarnado en una entrepierna, como un trueno genital, ataviada por unos pantalones a medio reventar– viene después. Luego, un retrato costumbrista y poético de Manuel Sonseca. Y, más atrás, mirándose unas a otras, como desafiantes, las imágenes se siguen. Ya se ve por dónde va la cosa, ¿no? Lo dicho, batiburrillo armonizado.
Avanza el torbellino de peña (rondaremos las cuarenta personas) y subimos al piso superior con el ritmo con que los peregrinos suben La Santa Escalera. Pim. Pam. Pim. Pam… Menudo desmadre de emoción. Alcanzada la planta superior, Marivi entra en acción. Su bacanería es contagiosa. Habla de las fotografías como si las hubiera hecho ayer. La interrumpen, eso sí, unas cuantas veces. Les puede, a los chupasangre de la cultura, sacar la cabeza como topos para alimentarse, nada más sea brevemente, de atención. Gente que ni estuvo ni padeció es ahora más papista que el papa. Pero Marivi recoge los testigos con la gracia de una atleta. Hace justicia a su leyenda de “icónica retratista de la movida madrileña” con pasmosa clarividencia.
¿Qué te pone? Porque Marivi lo fotografió. ¿Quieres a Andy Warhol visitando Madrid asaltado por una periodista que lo atiza con un magnetofón en la jeta? ¿El último concierto de Eduardo Benavente con Parálisis Permanente? ¿Una de Siniestro Total? ¿Una de David Summers? ¿Una de Joe Strummer? ¿La primera inmortal buena de Duncan Dhu? Pide, pide por esa boquita que Marivi te saca negativos hasta que se te haga una pelota de idealización en la tráquea. ¿Que cómo lo sé? Pues porque me lo dice de tú a tú.
Sin tener opción de ver la instalación de Costus (mil perdones), Marivi me da una suave castaña en el hombro para decirme: “Eh, tú, Rockdelux… que te he visto”. ¡Ah! Bendita seas, Marivi. Los wannabe me han oteado con cara de morder limones por mis pintas, pero yo me he puesto de gala para ti, para nadie más. Mientras el resto de las hordas informativas reptan hasta la última sala, yo me acoplo a Marivi cual liendre. Me sorprende cuando afirma que ella se “hacía invisible detrás de la cámara, recorría todos los sitios hasta que a nadie se le hacía rara mi presencia”, pues lo que es presencia tiene. Hay más caña en ese cuerpo que en un barril del Oktoberfest. “En el libro, porque esta es la primera exposición que hacemos de lo que originalmente fue el libro ‘Yo disparé en los ochenta’ –Munster, 2012–, hay mucha más tirada, claro. Tengo muchas facetas. Aquí nos hemos concentrado en unas cincuenta del rollo musical”.
Conversar con Marivi es la mar de divertido. Tiene tantas anécdotas que se le atragantan. Yo le hablo de Brian Duffy y ella me dice que tiene fotos de David Bowie. Le suelto que el fotógrafo británico quemó sus negativos y ella me dice que se le apelotonan los recuerdos en acetato de celulosa. Le digo que me parece una cruel ironía que Benavente, de Parálisis Permanente, la espichara en un accidente de tráfico y ella me dice que, por entonces, no caía el tío muy allá. Es una conversación un poco pimpón, pero la despacha con tanta familiaridad que a su lado lo mismo da ocho que ochenta.
“Con la fotografía digital hemos perdido cierta espontaneidad”, prosigue Marivi, quien me atraca un cigarro –eso sí, de muy buenas maneras– que nos bajamos a echar a la salida del recinto, mientras la de seguridad vuelve a mirarme desafiante. “Pero, sobre todo, lo que se da es un despilfarro absoluto. Se tiran tantas fotos que no hay tiempo de saber cuál es la buena. Yo hacía treinta y seis fotos, puedes ver ahí la bombona”, dice, mientras señala una vidriera. “No había para más y te lo piensas antes de disparar. Encuadras mejor”. Interrogo entonces a Marivi por los cambios de lo analógico (su terreno) a lo digital. Con marcado acento de La Rioja dice: “Pues imagínate, ¡es del agua al vino! Lo que has hecho no te sirve para nada si no lo digitalizas. El otro me di cuenta de que tengo el concierto de 1981 de Chuck Berry… eh, ¿cómo te quedas? Y claro, al no estar digitalizado… Pues ni existía”.
Sacándole la ceniza a los soldaditos de la muerte, le pregunto a Marivi por lo esencial de aquellas fotos, por ese alma que todo el mundo destaca en ellas y que, honestamente, puede desvestirse si se ven de cerca. “Había que forzar la película y, en fin, no había nunca luz, así que así salían. Bueno, tú ya sabes cómo es el mundo musical… A mí el mundo musical siempre me ha abierto las piernas…”. Marivi lanza los brazos al cielo y exclama un “¡OI!” que recojo entre risas. “¡Las puertas! ¡Quería decir las puertas!”, se apresura a aclarar. “Esto no lo saques, eh” (lo siento, Marivi, no lo he podido evitar. Sé que me lo perdonarás…). Dicha la broma, la fotoperiodista guerrera sigue. “El mundo de la música, si bien difícil, me permitió conocer mundos que la mayoría desconocen. Visitar momentos únicos. ¿Ha habido y hay mucha precariedad? Pues claro, no es un terreno bien pagado pero, si te arrastraba, te enganchaba”.
Marivi, hoy en una merecidísima jubilación de sus viajes a los confines de la noche musical, me cuenta que todavía sale a hacer fotos. “Algunos festivales, de música y cine, y ciertos momentos. Lo que más gusta, el mayor placer, es hacer fotos. Pero no tiene nada que ver con esto de hace cuarenta años, nada de nada”. Y cabe decir que tampoco hace falta, pues para algo el legado está a buen recaudo, entre otros mil sitios, en la Serrería Belga.
Así que, bien por melancolía, saudade, anemoia o lo que cojones quiera uno, merece la pena descolgarse por esta comilona de imágenes con las personalidades más selectas, y la mirada más perspicaz, de los últimos cincuenta años de Madrid. ∎