The Clash dedicaron su canción “Julie’s Been Working For The Drug Squad” a la sargento Julie Taylor, una policía que en 1977 se infiltró en la red de distribución de LSD fabricado por el químico Richard Kemp. Esta infiltración posibilitó la incautación de más de seis millones de dosis. En el juicio posterior, el científico no solo no mostró arrepentimiento alguno, sino que no tuvo inconveniente en revelar la fórmula de su producto. Esta información posibilitó que la distribución de la droga viviera una nueva edad de oro y que su consumo haya llegado hasta nuestros días. Este es solo un ejemplo de la incontenible vida de la droga alucinógena más popular del mundo occidental.
Para algunos significó (tal como el poeta Andrei Codrescu lo define en el prólogo) una ventana metafísica. El poeta Octavio Paz describía sus efectos en su libro “Corriente alterna” (1973) como un viaje en el que
“El yo desaparece, pero en el hueco que ha dejado no se instala otro Yo. Ningún dios, sino lo divino”. Aldous Huxley, autor del celebérrimo “Un mundo feliz” (1932), cayó rendido ante el LSD hasta tal punto que en sus últimos momentos de vida pidió a su esposa que le inyectara una dosis para encarar una muerte tranquila. Allen Ginsberg le dedicó varios de sus poemas más destacables, además de erigirse en uno de sus más acérrimos defensores. En la década de los años sesenta del siglo pasado fueron numerosos los personajes ilustres que abogaron por un uso libre, accesible y responsable de este derivado del cornezuelo de centeno descubierto en 1938 por el químico suizo Albert Hofmann.
Por supuesto, y aunque en muy menor número, también hubo voces disidentes en la utopía ácida que avisaron de la manipulación que podía suponer el uso indiscriminado de esta droga. William S. Burroughs, no precisamente conocido por su mojigatería en el uso de sustancias, fue quizá el portavoz más destacado de esta facción que abogaba por una mayor suspicacia y desconfianza ante la libre circulación de LSD.
Sus efectos, que aquí se diseccionan concienzudamente, tuvieron consecuencias no solo en la psicología de América de la década de los sesenta y más allá, sino también en los ámbitos de la sociología y la política (la pública y la considerada secreta). La CIA experimentó durante años con ello en su búsqueda de nuevas vías de sometimiento del enemigo, pero su uso terminaría ampliándose. Pasó de centralizarse en círculos académicos y clínicos a proliferar en otros muchos y diferentes ámbitos gracias al afán divulgador de parte de la comunidad científica más abierta de mente. Esta tendencia aperturista tendría cono consecuencia el uso generalizado por parte de la juventud menos acomodaticia del momento. Sin esta expansión del LSD no se entiende la proliferación de movimientos contraculturales y de nueva izquierda como los Motherfuckers, los Weathermen o los Yippies, entre otros muchos. De un modo u otro, todos ellos ejercieron su influencia en la sociedad y la opinión pública de entonces, tal como se recoge en estas páginas. Todos ellos forman parte de la apasionante historia relatada por
Martin A. Lee (Nueva York, 1954) y
Bruce Shlain (Detroit, 1951), casi a modo de thriller, en las quinientas páginas de este monumental
“Sueños de ácido” (“Acid Dreams. The Complete Social History Of LSD: The CIA, The Sixties, And Beyond”, 1985; Página Indómita, 2023; primera edición en castellano: Castellarte, 2002). Una crónica de los años sesenta que obliga al lector a realizar una nueva lectura de la realidad de nuestros días. ∎