Es una lástima que películas como
“Melancolía” (“Melancholia”, 2011) no surjan de la nada y aterricen sin más en nuestras retinas, libres de equipaje y de pasado. De ser así, estaríamos hablando todos de una obra sorprendente, un latigazo de talento y personalidad. De escritura un poco gruesa y alguna deuda inconfesable que otra –es fácil que la primera mitad nos recuerde en tono y ambiciones a “Celebración” (Thomas Vinterberg, 1998), que inauguró el fatuo movimiento Dogma 95 junto a
“Los idiotas” (1998)–, pero con pasajes de un poderío visual incontestable y un lirismo atronador, de tetralogía operística vikinga con
subwoofer activo y volumen al once.
Lars von Trier flirtea con el cine de catástrofes, pero la cosa tiene mucho más de tétrico poema romántico que de versión
arty de “Armageddon”.
No se le puede sacar ni un pero al arranque, una obertura compuesta de imágenes letárgicas a cámara lenta con música de Wagner (¿quién si no?) que anticipa los motivos principales de la historia. Tampoco al desarrollo del personaje interpretado por Kirsten Dunst –reflejo de la misantropía del director–, en lenta descomposición al atravesar los huecos rituales pequeñoburgueses de una boda celebrada en la campiña. En última instancia, “Melancolía” podría pasar por la fantasía definitiva de un adolescente deprimido: ante la intolerable naturaleza de la existencia, se impone la destrucción de la vida propia y ajena. ¿Y qué mejor suicidio colectivo que un cataclismo planetario?
Lars von Trier es un director de películas de tesis e, inevitablemente, puede ocurrir que uno no las subscriba, o incluso las impugne. Pero eso no debería contar a la hora de ponderar su huella, su calado en el espacio que habita. Y en ese sentido, esta película ensancha las fronteras del cine fantástico, penetrando con descaro y arrogancia en territorios apenas explorados en el género. ∎