En el videoclip de “Stress” que dirigió para Justice Romain Gavras ponía en escena la peor pesadilla de los parisinos blancos: los jóvenes de las banlieues tomando el centro de la capital en una razzia de violencia cotidiana. El francés partía de un imaginario estigmatizador. Pero, lejos de desactivarlo con un mensaje de tranquilidad, lo extremaba. En “Stress” los chavales desafiaban, primero con sus miradas a cámara y en el tramo final con acciones concretas, cualquier intento de control de su propio relato.
En “Nuevo orden” (2020; en España, 2021), Michel Franco entronca con la manera de entender la distopía en la ficción moderna. Ya no se trata de imaginar un futuro todavía lejano como el escenario de un apocalipsis total, sino simplemente de llevar un paso más lejos una situación presente de cuasi colapso. Tras un prólogo en un hospital que nos anuncia que algo está pasando, “Nuevo orden” se inicia con un largo segmento de una boda en la residencia de una familia bien. Un evento cotidiano a través del cual el director de “Después de Lucía” (2012) pone en escena la distancia de clases en su país; un abismo que además se identifica claramente por los distintos tonos de piel de uno y otro bando. En este contexto, Franco presenta a una de las protagonistas, la joven a punto de casarse que abandona su boda ni más ni menos que para ayudar a unos antiguos empleados de su familia que se encuentran en una situación de emergencia. El gesto no es baladí en una película cuyo director insiste en tachar de apolítica.
La violencia en las calles no tarda en estallar y colarse en la celebración. Una violencia sin una articulación ideológica aparente. La anticipa una serie de salpicaduras de pintura verde que plasman esta abstracción, pura rabia sin contenido semántico, más allá de un claro odio de clase. Franco filma la escalada agresiva con cierta prudencia, como si quisiera evitar que le reprocharan recrearse demasiado en la crueldad. La cámara no se detiene a contemplar atrocidades, pero las vemos apuntadas a través de distintos ataques y de las imágenes de algunos personajes tras ser asesinados fuera de campo. El cineasta cultiva, además, un progresivo clima de tensión colectiva alimentada por el caos. De hecho, el mejor tramo de la película es aquel en que se visualiza un D.F. fácilmente identificable sumido en un estado de anarquía extrema.
Pero, para Franco, el resentimiento acumulado por millares de ciudadanos marginados no se canaliza en una energía revolucionaria, sino en puro caos sanguinario. Y en algún momento, en medio de la confusión, lo que parecía desarrollarse como un alzamiento emancipador deriva en autoritarismo militarista. Aquí había terreno abonado para una reflexión más que necesaria sobre por qué tantas revueltas contra sistemas de opresión acaban adoptando las mismas dinámicas represivas si alcanzan el poder. Pero al director no le interesa este punto.
En cambio, Franco se apropia de un imaginario que recuerda tanto al cine político iberoamericano de los años 70 y 80 que denunciaba el terrorismo de estado como a cierto cine radical de la misma época para representar el nuevo orden del título y su sistema de torturas y ejecuciones. Resulta difícil no ver una banalización del cine antifascista en esta película que se muestra incapaz de humanizar a los integrantes de la revuelta popular mientras dedica una parte importante del metraje a subrayar las bondades de la protagonista blanca y rica, y de los dos únicos empleados de su familia que no se suman a los alborotos.
“Nuevo orden”, finalmente, pone en evidencia la incapacidad de parte del cine contemporáneo (y de las series: ahí están “Antidisturbios” o “Los favoritos de Midas”) de simbolizar las protestas ciudadanas recientes desde todos sus matices, y no como una amenaza informe o como un mero ruido de fondo en un escenario preapocalíptico. ∎