Pol Guasch (Tarragona, 1997) y yo nos hemos encontrado casi un año después de que le otorgasen el Premio Llibres Anagrama de Novel·la con “Napalm al cor” (Anagrama, 2021; la editorial también publicó su traducción al castellano, “Napalm en el corazón”). Tal y como leerás a continuación, se trata de una historia de amor entre una madre y un hijo, enredada entre otras tramas en un escenario difusamente distópico y militarizado.
Estoy obsesionada con los aros de Pol desde que lo vi recitando aquel discurso en el último Sant Jordi. Suelen gustarme mucho las personas que visten elementos distintivos, que eligen adjetivos propios. Yo hace años que decidí que solo llevaría aros en las orejas, y Pol es de los míos. En realidad, lo primero que quiero preguntarle es cuál es el diámetro de los suyos, que lucen perfectos. Pero no tenemos tiempo porque, después de varios correos torpes, hemos acordado una parcela de tiempo entre su trabajo y el mío que debemos aprovechar eficazmente. “El momento donde me descubro ahora es un momento de lucha por el tiempo”, me dice. En las próximas líneas encontrarás una conversación sobre cómo sobrevivir, y también vivir, el mismo año en el que una señora hizo aerobic delante del golpe de Estado birmano, explotó un volcán, se nos llevaron por delante unas cuantas olas víricas, encarcelaron al rapero Pablo Hásel y murieron Arcadi Oliveres y Verónica Forqué, sin ir más lejos.
Te he escuchado decir que escribiste la novela sin pensar que se iba a publicar. Ahora que ya sabes que la gente tiene ganas de leerte, ¿ha cambiado algo en el acto de escribir?
Creo que no. Te diría que hay un gesto de conciencia que antes no estaba, pero aunque haya aparecido intento que no me condicione los momentos de escritura. El hecho de pensar que lo que escribo es potencialmente publicable no me preocupa. Creo que en la escritura desinteresada hay una gran potencia, y esto lo encuentro en “Napalm en el corazón” y en el primer libro de poesía que escribí –“Tanta gana”; LaBreu, 2018–, donde detecto cierta ingenuidad.
Tiene que ser difícil y estresante seguir las presiones y el ritmo de lo que se espera de ti.
Escribir es entrar en un espacio y en un tiempo que tienen muy poco que ver con la vida cotidiana y real, con mi día a día.
Hablas de tiempo. Hay una idea romántica alrededor de la escritura, seguramente muy alejada de la realidad: una casa blanca, rodeada de espigas, delante del mar mallorquín, una copa de vino caro, y todo el día ante ti para escribir hasta que se ponga el sol. ¿Cómo es tu cotidianidad?
En los últimos meses me he encontrado en situaciones en las que la gente se ha sorprendido de que trabaje. Yo tengo un trabajo: formo parte de La Sullivan, una productora cultural que desarrolla proyectos culturales, artísticos y educativos. Afortunadamente, lo puedo ir encajando para batallar a favor del tiempo, pero mi día a día es como el de tantas personas que lo que hacen es levantarse para ir a trabajar, llegar a casa reventados, agotados, y no poder ni leer ni escribir por carencia de energía o por poca disposición creativa. El momento donde me descubro ahora es un momento de lucha por el tiempo. La metáfora es bélica: ir conquistando espacios donde poder ensanchar la creatividad.
¿Te enfadas o te frustras contigo mismo cuando no encuentras este espacio?
No, porque sé que es una cosa que no depende de mí. No me enfado porque, cuando lo encuentro, siento que entro y que lo aprovecho. A estas alturas no me da pánico no tener cosas que decir. Quizá dentro de unos años sí, quién sabe. Creo que se tiene que escribir si uno tiene cosas que decir y si estas cosas son lo suficientemente relevantes para ser escritas.
Te has formado en estudios literarios y tienes un máster en construcción y representación de identidades culturales. ¿Qué efecto ha tenido este bagaje sobre tu obra?
No milito en una escritura transparente o evidente y, por eso, siempre se subraya mi perfil académico. Pero yo pienso que no es así. La formación académica me ha limitado más que espoleado. Entras en unos códigos muy solidificados y petrificados de lenguaje y metodologías y te adentras en el ojo del huracán del canon. Esto te puede bloquear mucho, porque te preguntas: “¿Qué aportación puedo hacer, cómo puedo contribuir a todo esto que conozco desde otro espacio y hasta qué punto mi creatividad se puede ir castrando a base de referencias externas?”.
Te he escuchado decir que tus referencias externas son las amigas. Explícame esto.
A veces necesitamos encontrar la excelencia y el interés en cosas lejanas y exóticas, que no forman parte de nuestro imaginario cotidiano y común. Yo no estoy a favor de esto. Por ejemplo, en cuatro años en la Universitat de Barcelona hablas de Balzac, de Proust, de Woolf, pero no hablas de Víctor Català (seudónimo de Caterina Albert), de Juli Vallmitjana, de Perejaume o de Rodoreda. Me pregunto por qué no podemos decir cosas de nuestros referentes locales. Cuando digo que mis amigas son mis referentes lo digo porque son las personas que me acompañan, y para mí la literatura y la creación son tareas de acompañamiento, no de resolución. En mis amigas no encuentro una respuesta al mundo, encuentro un acompañamiento a un proceso, que es vivir. Por lo tanto, son mis referentes directos. Si para mí la escritura es un espacio de interlocución y de empezar preguntas, ellas son a quienes se las hago primero.
Hemos vivido un año trágico a muchos niveles, pero a ti (aparentemente) te ha ido bastante bien. Hay un rasgo recurrente entre la gente de izquierdas, de sentir cierta vergüenza o culpabilidad cuando tienes éxito, o cuando las cosas te van bien.
Lo encuentro muy interesante. Soy incapaz de desvincular lo que me pasa a mí con lo que le pasa a mi entorno. Sin duda, ha sido un año de cambios y de transformaciones, pero que no he vivido individualmente. De hecho, en este escenario de normalidad pospandémica nos hemos encontrado, de un día para el otro, con unas vidas donde el trabajo tiene una presencia casi absoluta. Atraviesa nuestras vidas. Este año tengo la sensación de haber trazado muchas cosas en común, de haber compartido procesos parecidos: el del malestar, el del cansancio, el de la lucha entre el conformismo y el deseo… Todas ellas, cuestiones que laten en mi escritura. “Napalm en el corazón” tiene bastante de esto. Berta, una amiga, me dijo un día: “Para mí, ‘Napalm’ va de cómo seguir viviendo”. Y sí, la novela trata de cómo convertir el hecho de sobrevivir en vivir, de romper el techo de cristal que uno se encuentra cuando quiere convertir la supervivencia en formas de vida dignas y deseables. Para mí, este año ha sido esto: un equilibrio entre sobrevivir y vivir.
Creo que es una buena definición de hacerse adulto: un equilibrio entre vivir y sobrevivir. Entras en la etapa adulta con todas las expectativas que esto supone, pero al final las condiciones vitales siguen siendo las mismas. ¿Cuándo crees que dejaremos de ser jóvenes?
Gloria Anzaldúa, en uno de sus textos, cuestiona el hashtag de “escritora lesbiana”. Ella dice que no lo es, porque cuando decimos lesbiana nos referimos a un tipo de mujer: una mujer blanca, europea y de clase media. Y ella, como chicana de clase baja, no encaja en esta etiqueta. A partir de aquí comienza una reflexión sobre cómo el adjetivo te sitúa en un lugar bastante paradójico. Por un lado, sirve para confinar y para decirte que tú no formas parte del terreno de lo que es normal, por lo tanto, de aquello que sí que es representación, cultura o arte. Te limita, te marca, te reduce. Pero, por otro lado, este adjetivo también forma parte de quién eres, y una no quiere renunciar a ello. Con la noción de “joven”, puedo decir que siempre me ha llegado para encapsular y para limitar mi propuesta estética, mi escritura. Si me hiciesen elegir diez adjetivos que me definen, probablemente “joven” no sería uno de ellos.
En “Napalm en el corazón” conviven destrucción y belleza. ¿Reivindicas la capacidad revolucionaria y reactiva de la rabia?
“Napalm” muestra un proceso de no cálculo y de crecimiento desde la pérdida, desordenado, muy complicado, pero también muy potente. Aparecen un montón de cosas que no forman parte de la norma. Los espacios no codificados implican carencia de referentes, de cobijo, de seguridad y de todos los códigos con los que hemos sido educados. Por lo tanto, son necesariamente dolorosos, por desconocidos y nuevos. En la cuestión de la rabia y la ira se tiene que vigilar mucho. Pensamos que estos sentimientos, fuertes y desestructuradores, se encuentran en los márgenes del sistema, cuando en realidad también pueden servir para alimentarlo. A menudo, en la norma hay calma porque hay un caos controlado. Es más: nuestras normas ya señalan cuáles son los cuerpos que pueden permitirse ser airados: hombres blancos, heterosexuales y de clase media-alta. Una ira que los hace sexis y atractivos.
Sí, incluso esto los valida y los verifica.
En cambio, hay otros que si están marcados por la ira, por la rabia o por el desencanto, se rechazan y se eliminan, porque no pueden encarnar estos sentimientos. Es muy peligroso simplificar esta cuestión. Es cierto que la ira o la rabia son potencias que mueven el mundo en un imaginario alejado del raciocinio, pero tenemos que vigilar cómo nos hacemos cargo de ello. Al final, puede acabar siendo una salida de la normatividad que lo que hace es afirmar el retorno.
Dices que no eres escritor porque no te dedicas a ello.
Cuando digo que no soy escritor es una trampa. Esta sentencia la digo con plena conciencia de lo que implica decirlo. Lo digo desde la necesidad de dignificar todas las tareas culturales. Clarice Lispector lo explica en una de sus últimas entrevistas: “Yo no soy una profesional, yo solo escribo cuando quiero. Soy una amateur y he decidido seguir siéndolo”. Reivindica el derecho a equivocarse, el derecho a no tener ninguna deuda con nadie. Cuando digo que no soy escritor me refiero a que mi vínculo es con la literatura, y no con otra cosa. “Escritor” se ha convertido en un término muy mercantilizado, que pasa por los filtros del circuito editorial, del mercado cultural y del capital simbólico. Yo no busco todas estas cuestiones. Cuando digo que no soy escritor lo que intento negar es este imperativo de la profesionalización. Aun así, también reivindico la posibilidad de poder vivir de la escritura, de poder tener una vida digna dedicándome a ella.
Como lectora de “Napalm en el corazón”, me genera curiosidad saber de qué tiene ganas de hablar la gente que te ha leído cuando se acercan para que les firmes un libro.
La parte de conversar con los lectores ha sido una de las más importantes de todo el proceso, porque cuando se te acercan lo hacen libres de prejuicios. Si tengo que elegir una escojo la reivindicación de la figura de la madre, sobre todo por parte de las lectoras. No se ha hablado mucho de ella en reseñas, artículos o crónicas, pero, en cambio, cuando escribía yo sí que pensaba mucho en ella. Para mí, el libro es una historia de amor entre una madre y un hijo.
Creo que es una relación tan bien narrada que puede resultar casi imperceptible. Para acabar, Pol, como Rockdelux es una revista musical… ¿Qué música relacionas con tu obra?
En casa del herrero, cuchillo de palo. Mi madre es guitarrista y yo soy una persona negada para la música, arrítmica y amelódica. Me acerco a ella desde la intuición. Y supongo que desde el prejuicio, también. Para mí, la banda sonora de “Napalm” es Fiona Apple, que hace con la música una cosa parecida a lo que a mí me gustaría hacer con la literatura: revertir códigos desinteresadamente. Esto es envidiable. Pero también me fascinan Florence + The Machine y me declaro, normativa y apasionadamente, un fan indiscutible de Adele. ∎