La explotación de personajes clásicos más allá de la intención y vida de sus creadores originales es una de las bases de la industria de la bande dessineé franco-belga. Con la excepción del Tintin de Hergé, la mayor parte de sus iconos han sido objeto de esta práctica, a veces no sin controversia, como en el caso de Gaston Lagaffe, personaje de André Franquin contra cuyos deseos la editorial Dupuis pretende publicar nuevas aventuras realizadas por otros autores.

Polémicas al margen, resulta interesante observar cómo se lleva a cabo esa nueva vampirización. Una de las vías principales para ello es la canónica, la interpretación ortodoxa y respetuosa del personaje, como se aprecia en las nuevas aventuras del Corto Maltés de Hugo Pratt realizadas por Juan Díaz Canales y Rubén Pellejero, o en los álbumes de Astérix publicados tras la muerte de Albert Uderzo, en los que Jean-Yves Ferri y Didier Conrad –cuyos nombres aparecen en portada menos destacados que los de los creadores originales– ejecutan una mímesis del material original donde no queda mucho espacio para la interpretación personal.

Pero hay otra estrategia editorial, que permite mucha más libertad en la relectura a artistas actuales. A ella se adscribe la última aventura del vaquero Lucky Luke –creado por el belga Morris en 1946– publicada en nuestro país: “Choco-Boys” (2021; Kraken, 2022), obra del alemán Ralf König (Soest, 1960), uno de los autores europeos más importantes de su generación y estandarte del “cómic gay”. El acercamiento del autor de “El condón asesino” (1987) a este conocido personaje no está falto de respeto y cariño: no cabe la lectura excesivamente iconoclasta. Sin embargo, König es capaz de llevarse a Lucky Luke a su terreno sin traicionar la identidad del personaje pero tampoco su integridad como autor: “Choco-Boys” es puro König.