Saltémonos los preliminares y vayamos directos al cacho. O sea, a “Lovers Rock”. Del segundo episodio (o película, no importa la nomenclatura) de la miniserie antológica de Steve McQueen “Small Axe” (BBC One-Amazon Prime Video, 2020; Movistar+, 2021) habréis leído, estaréis escuchando y vais a seguir encontrándoos durante meses comentarios hiperbólicos, maximalistas, pirotécnicos, etc. No es para menos. Todo este entusiasmo está justificado. “Lovers Rock”, por decirlo rápido, no solo es la mejor pieza con diferencia de las cinco que componen “Small Axe”, sino que probablemente sea también la mejor película que ha hecho nunca Steve McQueen (a falta de revisar, no sin cierto recelo, “Hunger” de 2008 y de profundizar como es debido en su trabajo audiovisual previo en la esfera museística, con la que seguramente esta obra tiene mucho más que ver que con “12 años de esclavitud”, de 2013).
Pero ¿cómo explicar el milagro de “Lovers Rock” cuando precisamente los milagros lo son en buena parte porque no se pueden explicar? De entrada, de poco sirve contar su trama, si es que la hay. Va de una fiesta en una casa montada por la comunidad jamaicana en el Londres de 1980; desde los preparativos del sound system en el salón y el estofado de curry de cabra en la cocina hasta la mañana siguiente, cuando los primeros rayos de sol iluminan una hermosa vuelta a casa en bicicleta de dos nuevos amantes que ha arrojado la noche. Entre medias, nada parece ir ni hacia delante ni hacia atrás. “Lovers Rock” flota. Nada pasa. O pasa todo.
Durante la hora y diez que dura “Lovers Rock” a veces solo vemos sombras danzantes sobre un fondo rojo. Contraluces en voluptuoso movimiento. Fragmentos de planos detalles de manos apretando una cintura. Pies acompasándose. Todo es un gozoso viaje al final de la noche a ritmo de música jamaicana. Perdón, no es solo eso. Además de ser un maravilloso acto de amor por los sonidos afrocaribeños (desde el mismo título de toda la serie, procedente en parte de una canción de The Wailers), “Lovers Rock” también es un elogio del roce. Una apología del cuerpo y del contacto del cuerpo con otros cuerpos. Una reivindicación de la fisicidad de las cosas que no tienen dimensión física (la música, el amor, el sentimiento de pertenencia, la felicidad…). Si hasta las paredes sudan, literalmente. Puestos a buscar analogías extemporáneas, su sensualidad armoniosa y casi perezosa sería solo comparable a la de los momentos musicales de “Casa de tolerancia” (Bertrand Bonello, 2011).
Por mucho que “Lovers Rock” deba verse como un conjunto impresionista, hay dos secuencias asociadas a dos canciones que apuntan a la inmortalidad desde el mismo momento en que las ves. La primera, mientras suena “Silly Games” de Janet Key, es una conmovedora catarsis de liberación, mayormente, femenina. Cuando el DJ baja la música y cantan solo los asistentes a la fiesta (ribeteados por los comentarios del MC del soundsystem), podemos volver a creer en que otro cine musical es posible. Y la segunda, ya al final de la sesión, es también otra catarsis, pero de distinta índole. Suena “Kunta Kinte Dub” de The Revolutionaries y la juventud jamaicana (a la que a menudo se le impedía entrar en los clubes y por eso montaba estos saraos caseros) explota de rabia, de frustración y de agresividad. Hasta tres veces piden a los DJs que vuelvan a pinchar ese tema. Y lo vuelven a pinchar, claro. Con el puño alzado. Ahí es cuando podemos volver a creer que otro cine político es posible. Sin necesidad de verbalizar ningún discurso, lo entendemos todo.
El resto de “Small Axe” es el cine político que ya conocemos. Ojo, que no quiere decir que esté mal. El primer episodio-película “El Mangrove”, recreación de la Marcha de los Manglares de 1970 y el juicio posterior a los arrestados en Notting Hill, juega en la misma liga Oscar-friendly de “El juicio de los 7 de Chicago” (Aaron Sorkin, 2020). O sea, denuncia de las injusticias del sistema político, en este caso el de Reino Unido, que desde hace medio siglo es endémica y estructuralmente racista respecto a la comunidad afrocaribeña. Los otros tres episodios de “Small Axe” (“Rojo, blanco y azul”, “Alex Wheatle” y “Educación”) llevan también recado en este mismo sentido. Aunque su costumbrismo observacional, entre los escenarios londinenses de “Babylon” (Franco Rosso, 1980) y el anverso jamaicano de “This Is England” (Shane Meadows, 2008), puede ser muy efectivo, palidece al lado del fulgor creativo de “Lovers Rock”.
¿Por qué Steve McQueen pudiendo hacer más obras como “Lovers Rocks” destina esta vertiente creativa solo a la categoría de excepción? ¿Es un caso parecido al del personaje de “Rojo, blanco y azul”, que decide ser uno de los primeros bobbies jamaicanos, aun siendo un alumno de ciencias aventajado, porque así su ejemplo es más inspirador y útil para su comunidad? ¿Son más necesarios cuatro episodios de contenido político y social explícito y de contornos formales reconocibles por cualquier tipo de espectador que un episodio artísticamente sublime? Quizá ambas cosas sean compatibles. No sé. Pero que dos de los hypes (merecidos) de la ficción televisiva reciente tengan lugar en dos fiestas (el otro es “Right Here, Right Now #4” de “We Are Who We Are”; Luca Guadagnino, 2020) dice mucho de lo faltos que vamos todos de ocio y de ausencia de distancia social. Y de amor. Y de rock. ∎