La abstracción, por sí sola, no colma ningún apetito; para ello, seguramente, tenga que ir acompañada de cierta lírica ontológica, de una palpable belleza emocional o de una impronta estética lo suficientemente importante para que el espectador sea capaz de perderse en ella, disfrutando de la caza y captura de todos aquellos elementos que conviertan el visionado de una película en una experiencia trascendental. Y esto es algo que sirve tanto para experimentalistas al estilo de Warhol, Brakhage o Dorsky como también para cineastas que han sabido transformar las imágenes de lo real en el campo de cultivo de las alegorías cinematográficas más importantes del siglo XXI: Van Sant, Lynch, Weerasethakul y Malick.
De todos ellos, parece que
Terrence Malick, debido a su anclaje en la encrucijada panteísta –universo, naturaleza, fe– y a su desmedida ambición (al igual que Von Trier o Kar-wai, es probable que su ego vaya reñido con su talento), sea el que más controversia crea. Tanto da, bajo el prisma de este cronista las imágenes (las emociones) que Malick ha imprimido para
“El árbol de la vida” (“The Tree Of Life”, 2011) superan con creces lo que cualquier otro cineasta, inclusive el propio realizador, haya intentado antes en un proyecto de semejantes magnitudes (y aquí incluyo a Kubrick y su pilar de 1968 “2001: Una odisea del espacio”).
¿Y cuál es dicho marco? Una ópera/sermón dividida en tres partes: génesis, existencia y expiación, donde el firmante de
“Malas tierras” (1973) decide poner en escena el inicio y el fin del mundo contado a través de imágenes del presente (con la ayuda de la soberbia música de Alexandre Desplat y de diversas piezas clásicas y contemporáneas). El resultado, por más epatante que pueda parecer, es de una delicadeza y una sensibilidad cuya fragilidad resulta directamente proporcional a la abrasiva fuerza de las imágenes con que se cuenta. En definitiva, una película infinita, ergo inagotable. ∎