No sabemos cómo, aunque el dinero haya tenido mucho que ver, pero ha sucedido. El thriller para fanáticos de los coches y la velocidad “The Fast And The Furious” es, dos décadas después del estreno del filme original, una franquicia audiovisual inagotable que mueve miles de millones de dólares. Y que enfrenta a sus chulos de barrio con supervillanos bondianos en escenarios del capitalismo globalizado.
Han pasado veinte años del estreno de “The Fast And The Furious (A todo gas)” (2001), la primera entrega de la saga que hoy abreviamos como F&F. En ella, el joven Brian O’Conner (Paul Walker) ejercía de policía infiltrado en el mundo de las carreras de coches ilegales, e intentaba conciliar el deber con la simpatía (y el amor) creciente hacia un grupo al que debía investigar. El director Rob Cohen y compañía se aseguraron de que la película comenzase y terminase de manera trepidante y estruendosa, pero también desplegaron lo que se convirtió en un ancla de la saga: un elogio de los vínculos, biológicos o escogidos, de una familia que nunca deja atrás a sus componentes. Se trataba de la tribu en expansión liderada por el Dom Toretto interpretado por Vin Diesel, patriarca y macho alfa.
La carrera comercial de la saga comenzó de manera más o menos previsible en una película orientada a un nicho: un público masculino, amante de los coches y quizá atraído por la cultura del “tuneo”, que podía querer gozar de carreras entre bólidos de colores estridentes, de persecuciones con algunos tiros, de mujeres más o menos ligeras de ropa paseándose entre capós y dispuestas a servir de premio sexual para el más rápido. El éxito de la primera película declinó ligeramente en la segunda parte, “2 Fast 2 Furious. A todo gas 2” (2003), concebida bajo el modelo de las películas de colegas, de policías y similares caracterizados por caracteres opuestos, que comenzaba a apostar más fuertemente por la inverosimilitud lúdica. Esta vez, un repudiado O’Conner intentaba rehabilitarse como agente de la ley. El realizador John Singleton –“Los chicos del barrio” (1991)– no consiguió dejar demasiada huella en la puesta en escena, pero varios de los personajes que presentó se incrustarían en el ecosistema de la saga.
El joven director Justin Lin heredó el trabajo con una tercera entrega que cambiaba de nuevo el esquema narrativo; más un spin-off que una secuela al uso: esta vez tocaba una historia de rebeldías adolescentes en Japón. “A todo gas. Tokyo Race” (2006) fue el resultado, una obra con algún momento inusual y estimulante. Una película insatisfactoria para la industria, que anticipaba el futuro posible de la saga como un fenómeno comercial que podía languidecer como saga de bajo presupuesto orientada a mercados secundarios como el DVD. A la vez, el filme señaló el camino de la internacionalización: la recaudación en el mercado estadounidense fue menos cuantiosa que la taquilla cosechada en el resto del mundo. Muy querida entre los fans, “Tokyo Race” también colocó a Lin como el director de referencia de la franquicia.
Esta segunda era de la franquicia conservaría y radicalizaría algunos puntos de la obra original. El Dom Toretto de Vin Diesel seguiría haciendo discursos extrañamente intensos sobre la lealtad y sobre la importancia trascendental de una familia, biológica y escogida, que crecería más y más. Se puede cuestionar si este intento de conseguir un blockbuster con corazón se iría desdibujando a medida que las coreografías de acción cada vez más imposibles, destinadas a ser contempladas con jocosa estupefacción, y las tramas de antiterrorismo hi-tech iban ganando minutaje dentro de la mezcla.
Los clichés sobre armas de pulsos electromagnéticos, sobre dispositivos de hackeo masivo como mecanismos para que malvados bondianos alcancen posiciones de poder mundial, se han repetido en las últimas entregas. Las tramas resultan casi intercambiables por mucho que los guionistas intenten relacionarlas siempre con el núcleo dramático de la familia Toretto. Aunque sea trayendo un nuevo personaje-excusa, como sucede en “Fast & Furious 9” (Justin Lin, 2021) con el recién aterrizado hermano del patriarca, retornado de entre las brumas de un pasado traumático: el Jakob Toretto interpretado por John Cena.
Es obligado mencionar, también, la gravitas que ha alcanzado la serie de un tiempo a esta parte. Su clan perdió uno de los pilares maestros con la muerte de Paul Walker en 2013, poco después del estreno de “Fast & Furious 6” (Justin Lin, 2016). Esto obligó a editar el desenlace de “Fast & Furious 7” (James Wan, 2015) para dar una despedida elegíaca al protagonista. Por otro lado, y como sucede en todas las familias, la de F&F no está exenta de roces, sobre todo cuando se trata de la rivalidad entre Vin Diesel y Dwayne Johnson (que incorporó al agente del orden Hobbs a partir de la quinta entrega); los roces de sus personajes en la ficción se han trasladado a un litigio pasivo-agresivo repleto de puyas apenas veladas a través de redes sociales. Esta tensión llegó a un aparente punto de no retorno tras “Fast & Furious 8” (F. Gary Gray, 2017), llevando a Johnson a impulsar una escisión con la forma del spin-off , coprotagonizado junto a Jason Statham “Fast & Furious. Hobbs & Shaw” (David Leitch, 2019).
Sea como sea, y por mucho que el poderío económico haya jugado un papel necesario, la transformación de la vieja “A todo gas” en una franquicia multimillonaria resulta un fenómeno fascinante de mutación radical de un material narrativo. De forcejeo en la conservación de unos mismos personajes en su traslado a una realidad (y a un género cinematográfico) diferente, con las correspondientes contradicciones que se ramifican. Y también resulta interesante la atención que ha llegado a conseguir por parte de algunos sectores de la crítica. “Fast & Furious 9” incluso se proyectará fuera de competición en la playa del festival de Cannes, en un gesto que podría interpretarse como una especie de aval sin compromiso a las recepciones críticas más favorables a la saga.
No solo podemos preguntarnos sobre los motivos por los cuales millones de espectadores del mundo han recibido de manera tan entusiasta la transformación de una película de carreras automovilísticas ilegales en una superproducción transnacional de armas de destrucción masiva, poderes en la sombra y ¿visitas al espacio? desde un planeta permanentemente amenazado –¿acaso podemos leer toda esta saga furiosa y veloz como un neowéstern de gasolina y tecnología, donde es el mundo globalizado, y no la América en proceso de colonización, lo que es un superestado fallido?–. También cabe reflexionar sobre la recepción de estos filmes por parte de varias generaciones de una crítica cinematográfica más integrada que apocalíptica (por citar los términos canónicos de Umberto Eco), que quizá asume (asumimos) con demasiadas pocas reservas los tiempos audiovisuales que le ha tocado vivir, describir e interpretar. Y gozar, a ratos, mediante espectaculares y absurdas sesiones de autos de choque fílmicos, espacios de riesgo fingido donde ninguna colisión va a ser suficientemente real como para amargarte las risas. ∎