El fin del mundo siempre fue lo de menos. Desde que George A. Romero cambió para siempre la visión del zombi en la cultura pop, los muertos vivientes han ido escalando hasta un puesto privilegiado en el podio de los significantes al servicio de cualquier discurso. A día de hoy, una serie como “The Last Of Us” (2023-) puede convertirse (incluso se le exige que lo haga) en una alegoría multiforme de toda clase de tensiones, miedos y hot topics socioculturales y de representación audiovisual.
En cambio, cuando Neil Druckmann empezó a trabajar en el concepto de lo que sería el videojuego “The Last Of Us”, acababa de entrar en decadencia la que podríamos considerar segunda edad de oro del cine zombi, la de los velocistas heredados de los infectados de “28 días después” (Danny Boyle, 2002), de quienes beben sus víctimas de cordyceps. Su lanzamiento para PlayStation en 2013 llegó cuando la serie “The Walking Dead” (Frank Darabont, 2010-2022) ya llevaba emitidas tres temporadas. Diez años después, durante los cuales la adaptación de los cómics de Robert Kirkman monopolizó la explotación de los muertos vivientes a un nivel mainstream inmune al desprecio colectivo, la serie “The Last Of Us” se ha erigido como un rotundo triunfo a nivel crítico y popular en HBO Max. Era lo que cabía esperar de la cuidada y onerosa producción comandada por Craig Mazin y el propio Druckmann, planteada como un trasvase lo más literal posible del aclamado juego.
A pesar de lo fácil que ha resultado durante los nueve episodios de la primera temporada confundir el respeto a la fuente con la sumisión, no se puede negar que la llegada de “The Last Of Us” ha sido de lo más oportuna tras la pandemia de COVID. Las ficciones sobre el posapocalipsis se deben leer en tiempo presente, ya que sus desgracias no son más que exacerbaciones de las que asolan nuestros tiempos preapocalípticos. En ese sentido, el prólogo planteado en un debate televisivo de 1968 se mantiene como uno de los puntos álgidos de la serie, llevando a lamentar más aún que no haya habido más desviaciones del material original igual de sugerentes. En escenas de ese tipo, donde se plantea la extrema facilidad con que pueden desaparecer los frágiles cimientos que sustentan nuestra rutina, es donde “The Last Of Us” conecta con otras teleficciones de mayor calidad y arrojo al tratar los límites de la reconstrucción después de un colapso planetario, como “The Leftovers” (Damon Lindelof y Tom Perrotta, 2014-2017) o “Estación Once” (Patrick Somerville, 2021).
El resto del tiempo la serie no ha tenido más remedio que ir pasando por cada cliché argumental del género que el videojuego empleaba como escenario. El corazón de “The Last Of Us” se sitúa insistentemente en la relación que se forja entre sus protagonistas, Joel y Ellie, a quienes Pedro Pascal y Bella Ramsey han dado lo mejor de sí mismos para trascender sus arquetipos. En particular el actor chileno hace una de esas interpretaciones que valen por toda una carrera. La humanidad natural que confiere a su personaje, cuarteado por el dolor y la culpa, hace pedazos la empatía de cualquier espectador ante su comportamiento asesino en el final de temporada, de manera análoga a la indigesta experiencia de manejarlo en el juego. Sin caer en la vía fácil de otro retrato de antihéroe, “The Last Of Us” plantea el dilema del bien propio o el común, el valor de la vida ajena o la pertinencia de cuidar al prójimo, de la forma más dolorosa posible con un cierre nada complaciente. Una ficción egoísta hasta la médula que elegimos creer para sobrellevar mejor lo que, al fin y al cabo, era lo de menos: el fin del mundo.