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Por Noah Benalal→
30. 03. 2023
No es conveniente juzgar un libro por su portada, ni una serie de plataformas por su primer capítulo: si nos consideramos “televidentes de paladar fino”, lo que antes salta a la vista es todo lo que no funciona; la colección de vicios estéticos que en este momento casi todas las ficciones, especialmente cuando se ambientan en el siglo XX, parecen condenadas a arrastrar. En el caso de “Todos quieren a Daisy Jones” (2023), el etalonaje verde azulado que caracteriza las series de Amazon Prime Video, el recurso a emular en posproducción formatos analógicos como el Super-8 o el VHS sin obtener grandes resultados, el vestuario que parece sacado de una colección de H&M inspirada en Coachella o algunas decisiones de casting –con demasiados personajes causando una impresión anacrónica a la que no es fácil aproximarse con palabras si no es confesando lo que inmediatamente pensamos: “estos actores tienen cara de tener Instagram”– pueden expulsarnos de la adaptación de la novela de Taylor Jenkins Reid casi antes de empezar. Lo que la salva y nos agarra, en un primer momento, es la adecuación absoluta de un elemento fundamental: Riley Keough, su impresionante magnetismo y la sensación de que, pese a tener como todo Hollywood los dientes excesivamente arreglados, rectos y blancos, nació para interpretar el papel de Daisy.
Poniendo el talento en la expresión nepo baby, la nieta de Elvis aprovecha la oportunidad de brillar en una serie que, igual que el libro que adapta, encuentra en “la realidad” en la que muy libremente se basa sus mejores bazas y sus mayores retos. Por un lado, la historia de Fleetwood Mac y de la turbulenta creación de “Rumours” (1977) le regalaron a la autora –y al equipo de la serie encabezado por Scott Neustadter y Michael H. Weber– un material inherentemente cautivador sobre el que fantasear, lleno de espacios en blanco en los que construir una historia ficcional que tocase todas las teclas de una audiencia mitómana y ávida de romances imposibles. La historia real aportaba incluso sus propias imágenes para recrear al gusto: la novela parece inspirarse en las chispas que saltaron en aquella actuación de 1997 en los estudios de Warner Bros. en Burbank, California, en la que Stevie Nicks y Lindsey Buckingham se lanzaban unas miradas cargadísimas mientras intercambiaban los reproches y promesas de la letra de “Silver Springs”, y la forma de la banda de interactuar sobre el escenario revela buena parte de la puesta en escena de fábrica.
Ahora bien, que toda esta iconicidad parezca sacada del sueño de un hacedor de biopics cinematográficos no hace que sea fácil imitarla y salir indemnes; más bien todo lo contrario. ¿Cómo convertir “Rumours” –uno de esos discos imposibles que parecen desmarcarse de la historia general de la música, elevados a la dimensión de mito precisamente por la etiqueta de “irrepetibles”– en un álbum ficcional, convocado a voluntad para servir a una historia dada y complacer rápidamente a una audiencia masiva? ¿Cómo convencernos, en una serie de plataformas, de que nos encontramos ante un acontecimiento musical insólito?
La respuesta de “Todos quieren a Daisy Jones” es lo bastante inteligente en tanto que se enfrenta pragmáticamente a la magnitud de la tarea: “repitiéndolo hasta que se lo crean”. Lo que hace que “Aurora” funcione –un álbum genérico pero pegadizo que trata de reproducir el sonido de la época y las armonías vocales características de Fleetwood Mac, compuesto por Blake Mills con ayuda de artistas como Marcus Mumford, Phoebe Bridgers y Jackson Browne de forma profesional pero sin aspirar a ninguna clase de genialidad– es que la serie sabe colocar sus piezas despacio y fabricar, para la audiencia, una relación real con las canciones de esta banda falsa. Los temas se introducen poco a poco; primero como un riff o una frase que nos apela, luego como una melodía completa. Las cantan, las reescriben, las vuelven a cantar, las graban, y para cuando se encuentran por primera vez encima de un escenario todo el pescado está vendido: su destreza narrativa consigue que nos creamos a esos personajes y que “Aurora”, en primera instancia un disfraz con discutible valor musical, se haya vuelto real y familiar para nosotros.
Con la química y la fuerza de los tres personajes protagonistas como centro de gravedad, la serie va moviéndose constantemente en la dirección esperada y tratando de satisfacer, en todo momento, las ansias de su espectadora ante el triángulo amoroso: primero, nuestro masoquismo; después, nuestro deseo de obtener un final feliz. Eso sí, pocos de los personajes logran emanciparse de su bidimensionalidad. Tenemos a Billy (Sam Claflin), el frontman que debe reprimir sus impulsos; Daisy (Riley Keough), la irresistible tentación; Camila (Camila Morrone), la buena esposa; Eddie (Josh Whitehouse), el bajista celoso; Karen (Suki Waterhouse), la mujer profesional que no quiere formar una familia porque no es posible tenerlo todo, y tiene que romperle a Graham (Will Harrison), el joven enamorado, el corazón. Es decir, tenemos –y la lista sigue con un largo etcétera– un puñado de estereotipos en los que apenas existe subversión que valga. Es solo porque se logra construir tensión dentro de cada escena y porque el guion permite que la historia respire de cierta manera por lo que podemos decir que la serie funciona de maravilla en términos de experiencia, siempre dentro de los parámetros y expectativas que sienta. Se le puede afear, quizá, la cobardía del final, calcado de la novela y excesivamente complaciente en su deseo de “arreglar” la realidad para que nadie sufra más de la cuenta.
Igual que la novela de Taylor Jenkins Reid, y tomando prestado el término literario, “Todos quieren a Daisy Jones” es exactamente un page turner con el que establecemos el mismo pacto que con la enésima canción de música pop: no nos encontramos ante un clásico atemporal y eterno, sino ante un tema pegadizo y derivativo que pronto quemaremos. Algo en la voz nos seduce, la letra es universal y cumple; pese a la mala impresión inicial, que advertía que nos encontrábamos ante un producto genérico, todo parece tocar las teclas correctas. Aunque nunca está mal pedirle más a la tele, lo cierto es que, una vez arranca, no queremos dejar de mirar. ∎
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