Cuando el foráneo pone un pie en Tokio por primera vez, le engulle un remolino de mensajes y sensaciones de complejo descifrado. Esa sobredosis de estímulos forma parte de la bitácora del escritor Jake Adelstein en su experiencia por tierras niponas. El nombre de este oriundo de Columbia (Misuri), convertido en el primer gaijin –“extranjero”, en japonés– en trabajar en el diario ‘Yomiuri Shimbun’, salió a la palestra con la publicación de “Tokyo Vice” (2009), editado en castellano por Península en 2021. Es el mismo material autobiográfico que toma como referencia la serie homónima estrenada por HBO Max a principios de abril.
Adelstein cambió la orografía estática y aburrida de su estado natal, así como las costumbres judías familiares, por el dinamismo, el ajetreo interminable y la cartera de tentaciones que alberga la capital del Japón. A los 19 años entró en la Universidad Sofía de Tokio para estudiar literatura japonesa. Pocos años después logró lo impensable al ingresar en el tabloide de mayor difusión en el mundo y convertirse en un referente de la crónica negra de la ciudad, en la que sigue afincado. Entre los mayores especialistas en la yakuza, Adelstein publicó aquellas memorias centradas en sus indagaciones –durante la década de los 90– alrededor de una de las jerarquías mafiosas más peligrosas y poderosas del globo terráqueo: la de los Yamaguchi-gumi.
Partiendo de estas, “Tokyo Vice” (2022-) equipa su motor dramático alrededor de las pesquisas, investigaciones y acercamientos del joven e intrépido reportero por los cauces criminales de ese submundo tokiota que cohabita con los reclamos fascinantes de su superficie. Sin embargo, el factor de interés de la serie en sus ocho primeros episodios se bifurca entre el drama periodístico y la trama noir inherente a los pulsos de poder entre los distintos clanes de la yakuza en el reparto y dividendo de los condados de la megaurbe.
Si en la primera parcela se asiste a la explorada trama de ascenso, precipitada por las escaramuzas laborales diarias con las que el protagonista (Ansel Elgort) busca nivelar su reconocimiento con el del resto de compañeros de redacción, en la navegación por los circuitos criminales se impone el mismo ímpetu realista pese a encuadrarse en otra trama manida dentro de los enlaces del sector audiovisual con la mafia: la rivalidad entre la escuadra Chihara-kai y un nuevo jefe criminal disruptivo en el organigrama yakuza: Tozawa, personaje que se basa en Tadamassa Goto, jefe fundador del clan Goto-gumi, una filial de Yamaguchi-gumi con la que Jake Adelstein se granjeó una enemistad eterna.
Pese a lo previsible de ambas tramas y la galería de personajes reconocible que las articula –el yakuza de moral piadosa (Shô Kasamatsu), el poli corrupto (Hideaki Ito), el intachable (Ken Watanabe), la mujer atrapada en la malla criminal que divide el corazón de dos hombres (Rachel Keller), la superiora en el diario ejerciendo de mentora (Rinko Kikuchi)–, la serie presenta suficientes pliegues dramáticos sobre su tapete de investigación periodística/criminal como para posicionarse en la zona alta de interés de la actual temporada. Por un lado hay un esmero, especialmente en la primera toma de contacto dirigida por Michael Mann, al retratar esa extrañeza que invade al foráneo en su intento por adaptarse a un hábitat tan marciano. Es precisamente en las trabas idiomáticas, burocráticas, culturales y raciales, en las confusiones e incomprensiones, donde la serie da sus pinceladas humorísticas.
Estamos ante un retrato verosímil tanto en esa exploración de la parte visible al curioso –con sus izakayas, bares humeantes, clubes histéricos, hostess clubs de seda amarga y sus calles superpobladas– como en la de esos microcosmos más sumergidos donde la yakuza dicta la ley del silencio, campa a sus anchas y sella sus pactos con las otras esferas de poder de la sociedad nipona. En definitiva, es un universo diegético fibroso gracias al detalle volcado por alguien que lo ha tocado de cerca, que escapa a la mera diapositiva exótica y que accede a la zonas reservadas sin miramientos a la hora de retratar su lado más salvaje e impúdico, tanto en lo que se refiere a la violencia como en lo relativo al sexo; la agresión machista hacia una mujer muchas veces relegada a objeto sexual o a complacer los deseos retorcidos del hombre.
Pero aún presenta más bazas que la distinguen por encima de la media. Su apartado visual dibuja una ciudad empapelada por ese neón que al siguiente destello lumínico puede pasar de lo fascinante y lúdico a lo agresivo y hostil. De hecho, la serie entra por los cinco sentidos en un primer cartucho realizado con mano diestra por el director de “Collateral” (2004), quien fija la atmósfera visual para los siguientes servicios de directores como Josef Kubota Wladyka, Hikari y Alan Poul. Todos comparten una realización que hace hincapié –mediante los encuadres, la profundidad de campo y la cuidada dirección artística– en la desorientación de un americano en tierras japonesas, así como en la vigilancia constante de una yakuza que controla el territorio desde la sombra. Si Mann fija la base estética con un notable capítulo de entrada, la narrativa queda en manos de J.T. Rogers, guionista y showrunner del producto.
Con permiso de Akira Kurosawa, Takeshi Kitano, Paul Schrader y Toshihiro Nagosi, y a la espera de la evolución que tome una posible segunda entrega –el cierre de la primera temporada deja muchos cabos sin atar de forma premeditada–, nos podemos aventurar a retener “Tokyo Vice” como un acercamiento fidedigno y entretenido al submundo criminal yakuza, así como un fiel retrato de la cultura nipona a través de los ojos poco viciados de un norteamericano desenvuelto entre sus luces y sombras... especialmente en las segundas. ∎