Estos dos niveles de creatividad convivían armónicamente en
“Los Tenenbaums. Una familia de genios” (2001), la mejor traslación al cine del universo de J. D. Salinger (el de los libros sobre la familia Glass). En ella se hablaba de la incapacidad de la clase intelectual para integrarse en el mundo. Los biorritmos de este tipo de personajes tendían a la divagación y a perderse en el detalle, como la propia película. Así que, al contrario de
“Vida acuática” (2004; en España, 2005), la concepción cinematográfica de Anderson encajaba perfectamente con la historia. En su último filme, esta sincronía sucede unas veces sí y otras no. Si bien la dirección artística (ese mundo propio tan cerrado) sigue siendo el fuerte de este
golden boy, también hay que reconocer que su punto de vista retro sobre los setenta está ya muy sobado. Eso en lo que se refiere al espacio. En cuanto al tiempo, su manera de narrar avanzando en círculos tampoco termina de cuajar. Esta vez la historia pedía más narración que digresión. Puede ser un festín audiovisual en cada plano, pero... cuenta muy poco (a veces, nada). O intenta contar demasiadas cosas. Y eso es algo que los señores de la producción (a quienes Anderson pide cada vez juguetes más caros) no van a seguir tolerando durante mucho tiempo. ∎