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Cate Le Bon no ha parado de crecer en los últimos años, al menos desde álbumes como “Mug Museum” (2013) y su aportación a producciones para gente tan interesante como Deerhunter o John Grant. Ahora está entretenida con lo nuevo de Devendra Banhart, rendido admirador de la galesa y de su imprevisible mundo estético. Un universo singular en el que todo parece raro y extremo, desde sus fotos promocionales hasta los lugares donde vive con su novio Tim Presley –guitarrista fugaz en The Fall durante la época de “Reformation Post TLC (2007), a cuyo grupo de origen, Drinks, Mark E. Smith se refería jocosamente como “Snacks”–, pasando por el nombre artístico de la cantante –su apellido real es Timothy, o sea, nada que ver con el Simon Le Bon de Duran Duran–, o por lo que más nos interesa aquí: la peculiar forma que imprime a sus canciones.
Le Bon es una artista cosmopolita. En los últimos diez años se ha movido entre Gales, Islandia o los Estados Unidos. Actualmente reside cerca del parque natural de Joshua Tree rodeada de árboles milenarios y serpientes venenosas. Pero “Pompeii” fue grabado en un apartamento de Cardiff alquilado a Gruff Rhys –el de Super Furry Animals–, con un retrato de ella misma pintado por Presley y colgado de la pared. Signo inequívoco de narcisismo junto al corte “Remembering Me”, si no fuese por la ironía que desprende este último o por el hecho de que la pintura permanece inédita. La que decora la portada del álbum recuerda más a una Suzanne Vega vestida de monja benedictina que a Miss Cat(e). Es precisamente este tipo de extrañeza felina el que impregna sus nueve canciones singularmente melódicas, de una sonoridad cubista que las emparenta con cierto linaje avant-garde o con el llamado city pop japonés de los años 80.
La elegancia analógica de temas como “Dirt On The Bed” recuerda mucho a Tuxedomoon. Otros cortes, como “Moderation”, parecen recuperar el flanger, viejo elemento no tan profuso en los poco rectilíneos callejones de “Pompeii” como el saxofón. Salvo este y la batería, la británica se hace cargo del resto de instrumentos para dejar también aquí su impronta personal y poner mayor distancia con casi todo que se hace actualmente, incluso hasta de sí misma, pero llamando al club de los primeros Prefab Sprout, The Associates, el Bowie de “Low” (1977) y de Adrian Belew, los japoneses Mariah, Stereolab –por su forma de cantar–, quizá Joan As Police Woman y Metronomy. Pasado y presente que Le Bon reinterpreta con un sincretismo inclasificable –muy nipón– del que solo pueden presumir los genios, y con un atrevimiento metodológico que la ha llevado a componer las canciones de este espacioso y centrífugo “Pompeii” a partir del bajo, instrumento menos familiar para ella que el piano o la guitarra.
Un difícil equilibrismo entre lo experimental y lo accesible es el que alcanza Le Bon en su sexto trabajo, un disco con el que ha pretendido, además, esquivar la repetición de esquemas propios –si, a pesar de ello, deciden escarbar en su catálogo, háganlo con “Reward” (2019)–. Canciones como “Harbour”, “Running Away”, “Remember Me” o “Wheel” marcan la diferencia con esfuerzos anteriores. Temas que se adhieren a la memoria mostrándose, paradójicamente, líquidos y escurridizos como su temática lírica. Un ejemplo de esto último sería la crítica que hace “Moderation”, según su autora, del paradigma de crecimiento económico, pudiendo referirse en realidad a cualquier tipo de adicción. “Pompeii” excava metafóricamente en las ruinas de Pompeya, símbolo occidental del apocalipsis que, a fuerza de costumbre, deviene atracción. Lo hace no sin ambivalencia, apertura de sentido, libertad interpretativa o mera intuición, ese Macguffin del arte que sirve para justificarlo casi todo. También ese algo indefinible que contiene todo lo que es mágico y ante el que no cuesta absolutamente nada rendirse. ∎