Si no tuviéramos ni idea de que este disco es fruto de la vida en el campo, se podría deducir con cierta facilidad. Lo transpira. Ocurre que hay hojas de prensa que confirman cualquier sospecha o impresión apriorística (y nos facilitan el trabajo, dicho sea de paso), y se nos dice en la que avala este álbum que Daniel Rossen, mitad compositiva de Grizzly Bear (y de Department Of Eagles), cambió hace poco Nueva York por las tranquilas colinas de Santa Fe, en Nuevo México, donde está criando a su retoño en compañía de su mujer. Es su primer largo en solitario, tras aquel (ya) lejano “Silent Hour / Golden Mile” (2012), EP de hace una década, y aunque el giro respecto a lo que suele hacer junto a Ed Droste y compañía es notorio, a primera vista parece más un cambio de textura y de trasfondo que otra cosa, porque la complejidad algo barroca (pero nunca recargada) de sus melodías sí que es marca de la casa. Eso sí, con otro talante. Con otro aire. Con una atmósfera distinta.
Son diez composiciones que se encomiendan a uno de esos indefinibles conjuros que solo brotan de los trabajos realmente especiales, los que se desligan de coordenadas fácilmente rastreables, los que no entienden de expectativas obvias. Los que se alimentan de unas condiciones ambientales de grabación que solo quien los registra es capaz de definir con sonidos, porque las palabras revelan su insuficiencia.
Un disco hecho a base de guitarras acústicas, armonías vocales tan delicadas como cautivadoras, arreglos de viento de lo más sutiles y un trabajo de percusión deudor del free jazz, pero siempre acariciando y nunca golpeando. Como la suave brisa del mar en un día de primavera. Una suerte de pop irisado que algunas veces recuerda a los mejores Love (“Shadow In The Frame”, “I’ll Wait For Your Visit”) y otras a Van Dyke Parks o Brian Wilson (“Unpeopled Space”), pero siempre depara algo más de lo que promete, estirando algunos de sus argumentos en forma de suites de más de cinco o seis minutos, sumiendo al oyente en un mundo aparte, tan lejos del ruido como sus propios textos sugieren, muy por encima de la mera eficiencia que cabe suponerle a un músico de su recorrido.
Un disco en los márgenes del pop porque surge de los márgenes mismos de ese acelerado tren de vida que iluminó el solvente (pero ya algo estancado) pop psicodélico hípster de Grizzly Bear, que reconecta a su autor con los motivos que lo llevaron a hacer música en primera instancia y nos reconcilia al resto con un talento que demuestra que sabe volar libre. Y alto, muy alto. ∎