Debe ser extenuante estar en la cabeza de Abel Hernández. Desde que debutase con Migala hace ya casi 25 años, todo lo que ha grabado el madrileño nos confronta con cualquier percepción de levedad, apabullándonos con una sobredosis de ideas por cada minuto escuchado, de conceptos más o menos complejos y referencias que muchas veces se nos podían escapar si no teníamos la información previa. Lo más llamativo es cómo ha llevado la contraria a ese lugar común intencional de no dejarse guiar por las modas musicales del momento. Hernández se ha apoyado siempre en ellas para resignificarlas con su propia visión personal, entre la excentricidad y la extrañeza: del indie folk escuela Oldham-Callahan al post-rock en Migala, los flirteos con la IDM de su era en Emak Bakia y, ya en su encarnación más longeva, con la canción de autor en castellano al regusto indie, primero con la complicidad de Raül Refree, para después probar estilos como el pop hipnagógico y la vaporwave y, desde su EP “Fragmento I” (2015), el pop electrónico y la música urbana. Esa mirada personal nunca lo ha puesto fácil: es música popular que los amantes de la música popular nunca reconocerían como tal. Es más cerebral que intuitiva y, por muchos momentos, puede parecer impostada.
Es el caso de su acercamiento al trap y géneros colindantes en este último álbum como El Hijo, estilo que a él le resultaría completamente ajeno por edad y extracción cultural y social. Practica conscientemente esa apropiación porque, me aventuro a pensar, le interesa tomar esa estética y romper las reglas de lo que se supone que está permitido hacer con ella. Hay Auto-Tune, incluso toma la dicción del género (esos “mitos desangraos” de “Sirenas”), pero a lo que nos lleva es a diluir esa influencia entre un sinfín de detalles de producción con el que crea un cuerpo extraño, nuevo, único, desconcertante y convulsamente bello.
La nota de promo alude a un contenido aparentemente conceptual, una narración distópica con título robado a una novela de Ursula K. Le Guin y cuya atmósfera me recuerda por momentos a la del “Neovalladolor” de Flat Erik (2020). Hay más desierto que en su anterior obra, “Capital Desierto” (2019), omnipresente como marco físico y mental, como realidad virtual y como traslación de la soledad y la sensación de derrota del protagonista. Hay una confabulación entre lo bíblico y lo extraterrestre (como si Abel luchase con un Caín que sería Fernando Alfaro entonando la oración de Simón del Desierto). Hay sorpresas subyugantes, como el tema de apertura, “Burberry”, con el concurso de Tórtel y Roldán, y que se tira por un electropop acelerado y retrofuturista. En “Espejismo” es Rodrigo Cuevas quien se transforma en otro personaje, oculto en sonidos árabes. A mitad de “Circe” –uno de los dos temas en que recurre a la voz de la desconocida Lauren Casline– introduce un increíble quiebro que la lleva por un camino completamente diferente, aflamencado casi a la manera de la Rosalía de “El mal querer” (2018), pero sin parecerse en nada a ello.
Por si esto fuera poco, nos informan de que hay samples (irreconocibles) de Phil Collins, Niño de Elche, John Coltrane, Black Sabbath, Aphex Twin, Mina y Ennio Morricone, entre otros. Además de continuos autosampleos y autocitas del propio autor, que, incluso, en “Oasis 3AM”, introduce en la narrativa el primer álbum de Migala y juega a hacernos pensar que a lo mejor podríamos identificar al personaje de las canciones con él mismo. Es otro artificio, pero funciona, y queda muy oportuno para darle un sentido circular a esta reseña. ∎