En un mundo que celebra cíclicamente el post-punk imitativo como una auténtica epifanía, LoneLady había conseguido dar con la tecla para destacar con voz propia y distintiva. Sorprendente, dado que su guitarreo puntilloso podría pasar, en una cata a ciegas, por el de Andy Gill en los primeros Gang Of Four y que nadie como ella ha conseguido replicar la sonoridad del bajo-que-no-lo-parece de Dave Allen cuando se pasó a Shriekback (para abrir tanto su anterior álbum como este). Pero sea por su forma imperiosa de cantar, la querencia pop de esos estribillos nananeados o los sucintos detalles sintéticos que se colaban inopinadamente, su música sonaba a cualquier cosa menos revisionista.
Los dos adelantos de su tercer álbum, primero “(There Is) No Logic” y luego “Fear Colours”, con burbujeos y secuencias que nos remontan a los Cabaret Voltaire de “The Crackdown” (1983) y “Micro-Phonies” (1984), ya anunciaban un importante giro sonoro. La electrónica cobraba un inesperado protagonismo y de su afilada guitarra quedaba más bien poco. Con el disco completo ya en los oídos, pinchas ahora la inicial “The Catcher” –alusión a “El guardián entre el centeno” de J. D. Salinger– y la transformación no parece tan radical. Es lo que tienen estos tiempos de goteo previo a obras que exigen saborearse como idearon sus autores.
Después de la casi perfección del anterior “Hinterland” (2015), repetir fórmula no tenía mucho sentido, aunque algo queda en “Time Time Time”, que por algo ya la tocaba en aquella gira. Cuenta Julie Campbell que en esta ocasión buscó alejarse del influjo de su Mánchester natal y acabó encontrando la solución en Londres, recluyéndose con sintes ochenteros propios y prestados en un búnker situado en los sótanos de Somerset House, un edificio del siglo XVIII reconvertido en residencia de artistas. Allí grabó sola, entre 2016 y 2018, el grueso de un disco cuyo punto final se ha retrasado por diversas complicaciones personales y la pandemia de las narices.
Sin tonterías, en ocho canciones y 40 minutos, como un LP de toda la vida, “Former Things” es una mirada inquisitiva a los años despreocupados de la niñez y la adolescencia –cuando se absorben estímulos como una esponja y se sueña despierta– para preguntarse qué queda de aquello en la persona que es hoy día. Más que del miedo a crecer, habla del miedo a no reconocerse en esa madurez inevitable, a perder la capacidad de sorpresa, resumida en el corolario final de “Terminal Ground”: “Tus sueños, ¿dónde están ahora? / tus sueños, no los pierdas”. La celebración queda para una música que escarba gozosamente en los sonidos electroides de Arthur Baker, Cabaret Voltaire, “Miami Vice”, la Janet Jackson de “Control” (1986) o la Neneh Cherry de “Raw Like Sushi” (1989), recreándose en interludios instrumentales efervescentes que dan respiro frente a cierta amargura literaria. Es probable que haya a quien estas referencias no le digan nada y hasta se podría cuestionar el sentido de semejante despliegue ochentero cuando ya hemos entrado en la tercera década del siglo XXI. Normal. Para quienes viven ajenos a tamañas disquisiciones, “Former Things” es una obra mayúscula en la que pop y vanguardia van de la mano. Cualquiera puede verse reflejado, cuestionado, acompañado. Como aquello que se decía de que el trayecto es más importante que el destino. La vida. ∎