Es entendible que una banda que depende tanto del directo y cuya trayectoria está construida “on dancefloors” de un pasito hacia atrás después de lo-de-la-pandemiaTM. Con Metronomy forzosamente alejados de la carretera, Joseph Mount ha tenido que reconectar con su mujer y su hija, consigo mismo, con la rutina y con el entorno del hogar, con el discurrir monótono del tiempo. Con el tedio y con la naturaleza –como buena persona de relevancia británica con los treinta bien superados, no vive presa de las junglas de asfalto–. Ha tenido que ponerle positividad a la vida –a veces demasiada, pero, siendo honestos, supongo que es lo que da tener la vida resuelta– y seguramente se haya convertido en todo un experto en hacer pan casero y bizcochos. Algo de eso tiene “Small World”. De bizcocho calentito y esponjoso. Un par de trocitos, bien; entero empalaga que no veas. Y, en general, alimenta más bien poco.
“Small World” suena casero, sí, pero también suena terriblemente corny, atrapado en su propio día de la marmota luminoso desde un dúplex de urbanización pija a las bosquejadas afueras, con idílicos paseos matinales, chavales paseando en bicicleta y perros y bebés que ni ladran ni lloran nunca. Dibuja un paisaje que, sin ironía, sin mordacidad, cuesta digerir. Ni tiene la capacidad para generar turbiedad de un Tim Burton ni la incomodidad macabra y asfixiante de un Jeunet. Más bien se queda en la autocomplacencia de un Wes Anderson.
Es valiente, eso sí. No ahondar más –al menos de momento– en una fórmula grupal que a la vista de los últimos lanzamientos se encontraba bastante agotada. Virar hacia algo más extraño, personal y bizarro donde se juntan pianos de cola con efectos prefijados de sinte, baterías noventeras con guitarras lo-fi y bajos más tímidos que nunca, pese a algunos temas como “Right On Time”. Es la más Metronomy del disco, y aun así suena desconcertante en su aproximación casera y como de afueras residenciales al funk, con esas cuerdas correosas. Quizá el intento de madurar toda la propuesta de Metronomy sin dar el paso a un lado de estrenar un proyecto en solitario desluce el resultado general: Mount ha tratado de ser más crooner, de enfocar de una forma más madura y no tan cheesy la aproximación a las melodías, aunque siempre se le escape un falsete o una salida vidriosa y el resultado general sea indolente, a veces incoloro, a veces inodoro, a veces insípido.
“Its Good To Be Back” tiene algo de los últimos Genesis; saltarina y colorista, se siente fresca en manos de los británicos, pero es melódicamente naíf. Y algo parecido pasa en “Hold Me Tonight”, con Dana Margolin de Porridge Radio contribuyendo a llevarse al lo-fi el “Close To Me” de The Cure –¿podemos empezar ya a superar esta canción, por favor?–. “Loneliness On The Run” suena muy noventera, es en cierto modo oscura pese a pequeñas modulaciones hacia lo lumínico, y en el estribillo hasta recuerda de lejos a los momentos más introspectivos de Nine Inch Nails. O “Love Factory” funciona como una bonita declaración al amor pandémico, ese que se construye compartiendo la vida 24-7. Recuerda un poco al videojuego “It Takes Two”, a ese trabajo constante por hacer progresar –o salvar– una relación a través de la cooperación. Pero en ningún momento se pierde ese regusto demasiado inocente. Cosas tan innecesariamente gráficas como los silbiditos de “I Lost My Mind” representando la pérdida de cordura, ese final invitando a disfrutar de las pequeñas cosas con “I Have Seen Enough” o el arranque en plan disco-psicólogo –“The sooner you tell someone, the better you will feel”, gracias por la profundidad– no ayudan en absoluto. Nos quedamos con la carretera. ∎