Tras escuchar este decepcionante disco, se echa de menos al
Nacho Vegas de alta graduación, el que es capaz de atravesarnos con sus canciones memorables, hasta ahora a la altura de los más selectos oficiantes de la verdad malsana, la emoción dañina y el peligro dopante: rock’n’roll del bueno. Hablamos de “Al norte del norte”, “Seronda”, “El Ángel Simón”, “Blanca”, “Molinos y gigantes”, “En el jardín de la duermevuela”, “La plaza de La Soledá”, “En La Sed Mortal”, “El salitre”, “Mark Spitz”, “Gang-bang”, “Maldición”, “El hombre que casi conoció a Michi Panero”, “Nuevos planes, idénticas estrategias”, “Perdimos el control”, “Ocho y medio”, “Dry Martini, S.A.”, “Detener el tiempo”, “El tercer día”, “Crujidos”, “Morir o matar”, “La gran broma final”, “Cosas que no hay que contar”... Casi nada: la inspiración suprema sujeta a la desesperación y el romanticismo, expresada a través del sosiego o la furia y acorde a las enseñanzas de los mitos históricos de los que se nutrió para acabar aprendiendo a ser grande: Townes van Zandt, Neil Young, Nick Cave, Leonard Cohen, Randy Newman, Phil Ochs...
Pero ahora Nacho Vegas se ha impuesto la misión de agitar el panorama sociopolítico desde una dimensión combativa. Y para ello, de ahí la decepción, se sirve de tópicas frases de manual, impropias de su talento, ese que, antes de caer de bruces en la bagatela de este disco, había demostrado una vez más en la inspirada y marcial “Cómo hacer crac” (single, 2011), homenaje clarividente al “Bathysphere” de Smog –esos repetitivos coros angustiados–, mástil de la bandera de la Fundación Robo y tema que anticipó, con su justa dosis de ingenio crítico, el sonido y el rugido de un país, de un mundo en crisis: la verdadera esencia de este fallido intento actual pomposamente titulado
“Resituación”.
Es triste caer en el panfleto, y más si eres Nacho Vegas, un artista político que, generalmente, nunca necesitó demostrarlo en sus composiciones de una manera explícita: alguna referencia, su actitud y sus declaraciones eran, antes, suficiente munición para posicionarse ideológicamente como correspondía a la intensidad de su obra, mayúscula, y como merecía la personalidad de su imagen, fascinante. Pero estos tiempos de incertidumbre nos obligan a todos a tomar partido ante el clima de desesperanza que vivimos, fruto de la ruina propiciada por la avaricia de unos cuantos indeseables. Y esa es la válida premisa de inicio para un Nacho Vegas ambicioso. Sin embargo, una cosa es el deseo y otra la realidad: en este caso, el acopio de referencias ingeniosas con chistes fáciles sobre fachas rancios, demócratas pasivos, policías bobos, burgueses adinerados, beatos repulsivos y judíos asesinos no sirve; la trayectoria de Vegas, de gran calado hasta ahora, no necesitaba en absoluto de esta suma de lugares comunes.
Y es que casi todo este álbum tiene delito: discurso entre la ridícula pancarta “populista” –sin el efecto positivo de la palabra que le quieren otorgar desde la Fundación Robo– y la llamada a la acción directa. El arte político tiene que seguir siendo arte. Pero aquí hay muy poco: algo, casi nada. Es la solemne descripción de un puro artificio fabricando mensajes-bomba contra la máquina del poder. Y aunque algunos suenan resultones, por la probada habilidad para la composición del buen escritor que es Vegas, casi todos acaban embadurnados de pura simpleza, muy lejos de los aciertos demostrados en el pasado por artistas como Lluís Llach, Raimon, Luis Eduardo Aute, Chicho Sánchez Ferlosio, Paco Ibáñez, Maria del Mar Bonet, Ovidi Montllor, Pi de la Serra, Labordeta…
Empieza la función con el bello
“Indefensos”, instrumental que promete emociones fuertes; emociones que se cumplen, sí, pero no del modo planeado. Porque el tono medio del disco viene dado por
“Actores poco memorables”, una pieza impropia del cancionero de Nacho Vegas. Mal cantada, no la salva ni un amago de intensidad creciente que no puede ocultar la elementalidad de una letra que intenta aferrarse al patetismo evidente de unos personajes que son víctimas de la repulsión ideológica que le producen a su autor, quien, medio en broma, muy hábilmente, saca la cabeza por ahí –
“es medio maricón y se meaba en la cama hasta los diez”– para salir del armario –tras su confesión en el libro de Carlos Prieto “Cajas de música difíciles de parar o el desencanto de Nacho Vegas” (2012)– en un calculado gesto de falsa modestia que no pueda denotar superioridad moral con respecto a los actores poco memorables de su letrilla. Mortalmente aburrida.
Le sigue el folk trotón de
“Polvorado”. También mal cantada, el único acierto es el efecto conseguido por el contagioso coro –el de Ladinamo y el Patio Maravillas– que hincha las velas de un canto propio del flamenco social de baja intensidad que, seguro, encenderá a las masas en sus conciertos:
“¿Dónde está nuestro pan, patrón, dónde quedó todo ese dinero?, ¿lo tiene oculto bajo el colchón o lo escondió en otro sucio agujero?”. La trama final, a la altura del peor Joaquín Sabina, se resume en:
“Polvo somos, lo sabemos, y en pólvora nos convertiremos”.