Los ocho fogonazos que contenía
“Come On Pilgrim” (1987) hicieron despertar de su letargo a más de un adormecido/anestesiado por la rutina –también previsible– de las novedades en la franja independiente. Todo lo intuido en este diamante en bruto se confirmó plenamente al año siguiente en
“Surfer Rosa”, el disco más iconoclasta de 1988 y, posiblemente, uno de los catálogos de canciones que mejor han sabido explicar los entresijos de una mente apasionadamente singular, en este caso la de Charles “Black” Francis.
Y ahora, delimitando cada vez más su visión, marcando su territorio, llegan los
Pixies con su tercer elepé y disipan de golpe cualquier duda (¿quedaba alguna?) sobre la imperiosa necesidad de sus delirios. Y lo hacen invocando el nombre del Dr. Doolittle, aquel maravilloso excéntrico encarnado en los rasgos de Rex Harrison, amable interlocutor de animales, organizador de expediciones utópicas a la búsqueda de bestias imposibles. La referencia no es casual (aunque, ¿quién sabe?), como tampoco lo es el hecho de que Francis haya decidido arrimar su sonido a soportes ligeramente menos agresivos, como queriendo borrar de golpe la recurrida sentencia de “grupo raro”, lo que ya les ha valido alguna crítica, injusta, de aquellos que confunden “rareza” con calidad o talento. Pero lo cierto es que una de las marcas del
pixie-sound, esos acantilados abruptos, vertiginosos y violentos que surgían en el justo medio de las canciones, ha remitido notablemente en beneficio de temas más formales (entre comillas), pero conservando –y, en muchos casos, aumentando– la masa energética casi animal que ha convertido a los de Boston en uno de los grupos más espeluznantemente eléctricos de los ochenta.
“Doolittle” se abre con un buen ejemplo de ello: la trilogía formada por
“Debaser”/“Tame”/“Wave Of Mutilation” constituye uno de los agujeros negros más peligrosos del rock de ahora mismo, verdaderas fauces de magnetismo carnívoro en las que se entra pero no se sale, al menos hasta que el ¿sueño? termina, tras haber asistido a chorros de pop infantil (
“Here Comes Your Man”) emparedados entre perversidades del talante de
“I Bleed” y
“Dead”, rematando (lado A, tema 7) con el single soñado, ideal, de
“Monkey Gone To Heaven”, con su sección de cuerda casi imperceptible (pero decisiva). Pero después hay más. Quedan otras ocho llamaradas que calcinan con su r&b/folk marciano (
“Mr. Grieves”,
“Silver”), ferocidades indignas (
“Crackity Jones”), baladas imposibles como
“Hey” (un pixie-clásico, ya) o las mareas cancerígenas de
“Gouge Away”. Son, en total, quince disparos a bocajarro, entre la fiebre y la quimera, violados por la guitarra afilada e indisciplinada de Joey Santiago y la garganta de Black Francis, ahora un niño mal criado, al segundo siguiente un duende berreador.
“Doolittle”, en primera y última instancia, es una (otra) apabullante demostración del poder cambiante del rock’n’roll, capaz de mutar en explosiones renovadoras cuando es accionado por la imaginación de seres sin prejuicios. Así que bienvenidos a Pixieland, la tierra donde la inocencia provoca catástrofes, la belleza se alimenta de palabras inquietantes y los monos van al cielo. Brillante. Y
gigantic. ∎